El afligido dice:

Si Cristo me redimió de la muerte, ¿por qué todavía tenemos que morir? Si Cristo venció a la muerte, ¿por qué ella todavía me reclama como su víctima?

El hermano en Cristo responde:

Cristo salvó a su pueblo de sus pecados (Mt. 1:21), pero no extirpando al pecado de nuestra carne. En esta vida seguimos cometiendo pecados. Él nos salvó eximiéndonos de ser eternamente condenados. Y nos redimió de la muerte, pero no librándonos de la muerte temporal. Nuestro cuerpo sigue siendo mortal, a causa del pecado (Ro.8:10). Él nos salvó de la muerte librándonos de la muerte o condenación eterna. La muerte real es la del alma. De eso nos redimió Cristo, sometiendo su propia alma a los horrores del infierno.

De esta manera Jesús ha suavizado la muerte temporal para nosotros. Sólo tiene el nombre y la apariencia terrible, pero en realidad no es más que un sueño. Es el fin de nuestra vida temporal, y el comienzo de la verdadera vida. (1ª Co. 15:24-26). La muerte de los creyentes es el fin de sus aflicciones; por los umbrales de la muerte ingresan a una vida tranquila y eterna. Su muerte es el comienzo de esa vida. La muerte de Cristo es una plaga para nuestra muerte. (Os. 13:14). Esa "plaga" todavía no aniquiló totalmente nuestra muerte, que seguirá ocurriendo mientras este mundo exista. Pero el poder de la muerte de Cristo acabará destruyendo definitivamente nuestra muerte, el día del Fin del mundo.

La muerte es nuestro último enemigo. (1ª Co. 15:26). Debemos ver la muerte con los ojos de la fe. Su furor es absolutamente inocuo e impotente. Ella ha sido conquistada y desarmada por Cristo, que ha sido más fuerte. (Lc. 11:22). Pareciera que la muerte le quita la vida a los creyentes, pero no hace más que transferirlos a la verdadera vida. Pretende destruir el alma, pero ésta permanece ilesa. Sólo hiere el cuerpo, pero incluso éste se librará un día de sus garras. Quiere arrojar a los creyentes a la muerte eterna, sin embargo sólo los conduce a la vida eterna.