Cada vez que pienso en la pasión de nuestro Señor, pienso también en la gran importancia que tiene para mí el amor de Dios y el perdón de mis pecados. Jesús inclina su cabeza para besarme; abre sus brazos para abrazarme, sus manos para dispensarme su gracia, su costado para mostrarme cómo arde de amor su corazón. Es levantado de la tierra para atraer a todos a sí mismo (Jn 12:32). Sus heridas son como la puerta que nos permite acceder al lugar más íntimo de su corazón; y lo que allí vemos es un amor inagotable y plena redención (Sal 130:72). Cuando Abraham se estaba aprestando para presentar a su hijo como holocausto a Dios, el Señor le dijo: “Ahora conozco que temes a Dios, porque ni siquiera te has negado a darme a tu único hijo.” (Gn 22:12) Así, puedes conocer también tú el amor inefable del que es tu Padre desde la eternidad, que no titubeó en entregar a su Hijo unigénito como sacrificio expiatorio por nuestros pecados.
Él nos amó cuando todavía éramos enemigos (Ro 5:8); ¿acaso podrá olvidarnos después de haberse reconciliado con nosotros mediante la muerte de su Hijo? ¿Podrá olvidarse de la preciosa sangre que derramó su Hijo, ese mismo Dios que nos dice que ha contado nuestros pasos y registrado nuestras lágrimas? (Sal 56:8) ¿Podrá Cristo olvidarse de nosotros, sus hermanos, por quienes sufrió la muerte, y ahora, ya en su estado de exaltación, dejar de pensar en aquellos a quienes amó tanto en su estado de humillación? ¿Ves, alma mía, cuántos frutos lleva la pasión de nuestro Señor? En su máxima angustia, su sudor caía a tierra como gotas de sangre (Lc 22:44), para que el sudor de la muerte no nos haga caer en desesperación. Luchó con la muerte para que nosotros podamos encarar con fe nuestra propia agonía. Se hizo obediente hasta la tan torturante muerte de cruz (Fil 2:8) para hacernos herederos de las delicias eternas en el reino del Padre.
Permitió que Judas lo traicionase con un beso, señal de amor y amistad; para que así fuese extinguido el pecado que Satanás usó para traicionar a nuestros primeros padres aparentando una amorosa solicitud en favor de ellos. Se hizo arrestar y atar por los judíos para desatarnos a nosotros de los lazos del maligno y librarnos de ser arrojados a la condenación eterna. Su pasión comenzó en el huerto de Getsemaní; con ella hizo satisfacción por el pecado que comenzó en el jardín del Edén. Aceptó ser fortalecido por un ángel para asegurarnos un lugar junto a los ángeles en el cielo. Sus discípulos lo abandonaron: seria advertencia para nosotros que a menudo nos hemos separado cobardemente de Dios en situaciones de peligro. Ante el Consejo es acusado por falsos testigos para que Satanás no nos pueda acusar a nosotros esgrimiendo testimonios falseados de las Escrituras. Lo juzgaron aquí en la tierra, para que nosotros fuésemos absueltos en el cielo. Él, que jamás cometió delito alguno, no abrió la boca cuando “los hijos del diablo” intentaron probar que era culpable de pecado (Jn 8:46), y lo hizo para que nosotros no tengamos que enmudecer cuando seamos citados ante el tribunal de Dios a causa de nuestras iniquidades. Aguantó bofetadas para que no nos hieran las puñaladas de nuestra conciencia y de Satanás. También aguantó burlas, para que nosotros podamos burlarnos de nuestro adversario el diablo. No ofrece resistencia cuando le cubren el rostro, para quitarnos el pecado que, cual venda ante los ojos, impide que miremos a los ojos a nuestro Padre celestial y nos sume en una ignorancia imperdonable. Le arrancaron los vestidos a Jesús, para que nosotros fuésemos cubiertos nuevamente con el vestido blanco de la inocencia que el pecado nos arrebató. Fue herido de espinas para que nosotros fuésemos curados de los pinchazos que lastimaban nuestro corazón. Le impusieron la larga cruz para que a nosotros nos fuese quitada la carga del castigo eterno.
Exclamó: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” para que un día nosotros podamos vivir en el amparo de nuestra mansión en lo alto. Tuvo sed en medio de su agonía en la cruz, para que nosotros no tengamos que ser atormentados por sed eterna en las llamas del infierno (Lc 16:23 y ss.). Fue sometido a juicio para librarnos del juicio de Dios. Lo trataron como a un criminal para redimirnos a nosotros, los culpables. Fue azotado por manos inicuas, para protegernos de los azotes del diablo. Gritó de dolor para que nosotros no seamos echados a la oscuridad donde habrá llanto y rechinar de dientes (Mt 8:12). Vertió lágrimas para enjuagar toda lágrima de nuestros ojos (Ap 7:17). Murió para darnos vida. Sintió los dolores del infierno para que nosotros no los tengamos que sentir jamás. Se rebajó voluntariamente (Fil 2:7) para darnos un remedio contra la altivez. Le colocaron una corona de espinas en la cabeza, para darnos a nosotros la corona de la vida. Sufrió el agravio de todos para traernos la salvación.
Se oscurecieron sus ojos en la muerte para que nosotros podamos vivir en la luz de la gloria eterna. Tuvo que escuchar burlas y blasfemias para que, llegados al cielo, podamos escuchar los cánticos triunfantes de los ángeles. ¡No desesperes, pues, alma mía! Es verdad: con tus pecados ofendiste gravemente al Altísimo. Pero también se pagó por ti un rescate altísimo. Mereces ser sometido a juicio por tus muchas faltas, pero la sentencia ya quedó firme: sobre él recayó el castigo, precio de nuestra paz (Is 53:5). Grandes son las heridas que tu pecado causó; pero mayor es el poder curativo de la sangre que Jesús derramó. Moisés tiene que maldecirte porque no practicaste fielmente las palabras de esta ley (Dt 27:26). Pero Cristo se hizo maldición por ti (Gl 3:13). Verdad es que tenías una deuda pendiente por los requisitos de la ley; pero quedó anulada por la sangre de Cristo (Col 2:14).
¡Sea pues tu pasión, Jesús amado, mi último refugio!