¡Cuán grande es, oh alma mía, este tesoro que el bondadoso Dios te dio con tu bautismo! El bautismo es el lavamiento de la regeneración (Tit 3:5). Por consiguiente: el que ha sido bautizado, nació de Dios, es decir, nació de nuevo del agua y del Espíritu (Jn 3:5). Ya no es enteramente ese “ser nacido del cuerpo,” sino que es al mismo tiempo hijo de Dios, y por ser hijo, también heredero de la vida perdurable (Ro 8:14/17). Cuando Cristo fue bautizado en el río Jordán, el Padre eterno dijo: Este es mi Hijo amado (Mt 3:17), e hijos amados son para él todos los que creen y son bautizados. En el bautismo de Cristo, el Espíritu de Dios bajó sobre él como una paloma. Así está presente también en el bautismo nuestro confiriéndole poder. Más  aún: en el bautismo de los creyentes se les comunica el Espíritu Santo que obra en ellos una vida nueva y que les permite ser astutos como serpientes y sencillos como palomas (Mt 10:16).   

El acto de nuestra regeneración es similar al acto de la Creación. En el principio, el Espíritu de Dios iba y venía sobre la superficie de las aguas (Gn 1:2) con su poder vivificador. Así, el Espíritu Santo está presente también en el agua del bautismo haciendo de esta agua un medio vivificador para nuestra regeneración. Cristo mismo se hizo bautizar corporalmente, como testimonio de que por el bautismo llegamos a ser miembros de su cuerpo. Es sabido que a menudo se aplica un remedio a la cabeza con la intención de que redunde en beneficio del cuerpo: Cristo es nuestra cabeza espiritual. Y como cabeza, tomó el remedio del bautismo en bien de la salud de su cuerpo espiritual. La circuncisión fue para el pueblo de Israel la señal del pacto con Dios (Gn 17:11) . En el bautismo, Dios nos hace miembros del pacto nuevo; porque el bautismo vino a ocupar el lugar de la circuncisión (Col 2:11).  Así es que todo aquel que está protegido por el pacto con Dios, no tiene por qué temer las acusaciones del diablo. 

En el bautismo nos revestimos de Cristo (Gl 3:27); de ahí que se diga respecto de los santos: “Han lavado y blanqueado sus túnicas en la sangre del Cordero” (Ap 7:14). La obediencia perfecta de Cristo es el más hermoso vestido de gala; quien lo lleva, no tiene por qué temer que lo afeen las manchas de sus pecados. “Había en Jerusalén, junto a la puerta de las ovejas, un estanque. De cuando en cuando un ángel del Señor bajaba al estanque y agitaba el agua. El primero que entraba al estanque después de cada agitación del agua quedaba sano de cualquier enfermedad que tuviera.” (Jn 5:2/4) El agua del bautismo es este “estanque”: nos cura de toda la enfermedad de nuestros pecados cuando sobre esta agua desciende el Espíritu Santo y la agita con la sangre de Cristo, sacrificado por causa y en lugar de nosotros. Cabe mencionar que antiguamente, aquel estanque fue usado para lavar en él a los animales destinados a ser sacrificados. “Tan pronto como Jesús fue bautizado… se abrió el cielo” (Mt 3:16). También en nuestro bautismo se abre la puerta del cielo. En el bautismo de Cristo estuvo presente la Santísima Trinidad en pleno, que también está presente en nuestro bautismo; y así es que la fe se apoya en la palabra de Dios que está en unión con el agua - que esa fe recibe la gracia del Padre que nos adopta como hijos, el mérito del Hijo que nos limpia de todo pecado, y el poder del Espíritu Santo que nos hace nacer de nuevo.

El faraón se hundió en el Mar Rojo, y junto con él, todo su ejército. “Los israelitas, sin embargo, cruzaron el mar sobre tierra seca” (Éx 14:28,29). De igual manera se hunde en el bautismo todo el ejército de nuestros pecados; pero los fieles llegan sanos y salvos a la orilla, a su herencia en el reino de los cielos. Además podemos comparar el bautismo con el “mar de vidrio como de cristal trasparente” (Ap 4:6) que vio el apóstol Juan. Pues a través del bautismo penetran en nuestro corazón los brillantes rayos del sol de justicia. Aquel mar empero, estaba delante del trono del Cordero. Y el trono del Cordero es la iglesia, lugar donde se recibe la gracia del santo bautismo. El profeta Ezequiel (Ez 47:1.8, 9) vio una corriente de agua que brotaba por debajo del umbral del templo; y por donde corría este río, daba vida a los seres que en él se movían. En el templo espiritual de Dios, quiere decir, en la iglesia, sigue brotando el río salutífero del bautismo a cuyo fondo son arrojados todos nuestros pecados (Miq 7:19); y que por donde corre, hace brotar vida y salvación.

El bautismo es un diluvio espiritual en que es ahogado todo lo que es carnal en nosotros, es decir, pecaminoso. Ahí vuela de un lado a otro el cuervo inmundo, Satanás, y desaparece. Pero vuela además la paloma, el Espíritu Santo, y trae una ramita de olivo, símbolo de la paz que infunde en nuestra alma. ¡Piensa pues, alma mía, en todas estas inmensas bendiciones que te trajo tu bautismo, y no te olvides de darle las gracias a Dios por ellas! Por otra parte: cuanto más grande son las bendiciones divinas, más solícito debe ser también nuestro cuidado en preservarla. “Mediante el bautismo fuimos bautizados con Cristo en su muerte, a fin de que, así como Cristo resucitó por el poder del Padre, también nosotros llevemos una vida nueva” (Ro 6:4).

Ya hemos quedado sanos, no volvamos a pecar, no sea que nos ocurra algo peor (Jn 5:14). Nos hemos puesto la justicia de Cristo como nuestro más hermoso vestido de gala; no lo ensuciemos con manchas de pecado. En el bautismo fue crucificado y muerto nuestro viejo hombre; por esto debe vivir ahora el  hombre nuevo. En el bautismo fuimos renovados en la actitud de nuestra mente (Ef 4:23); por lo tanto, no permitamos que la carne vuelva a alcanzar el dominio sobre el espíritu. ¡Lo viejo ha pasado, ha llegado ya lo nuevo! (2Co 5:17) Por lo tanto lo viejo, la carne, no debe llegar a ser más poderoso que lo nuevo, el espíritu. Somos hijos de Dios gracias a la regeneración espiritual; llevemos pues una vida que haga honor a nuestro Padre. Somos templos del Espíritu Santo; por ende, démosle un lugar que sea del agrado de tan ilustre huésped. Fuimos integrados como miembros al pacto de Dios; ¡no volvamos a entrar en tratativas con el diablo!

¡Oh Santísima Trinidad, que has comenzado tan buena obra en nosotros, perfecciónala hasta el día de Cristo! (Fil 1:6) Junto con las bendiciones de que nos has colmado en el bautismo, danos también el ánimo y el poder de vivir conforme a las mismas hasta el fin.