Todas las veces que tus pensamientos giren en torno del hecho de que Dios te ha elegido de pura gracia, fíjate en el Cristo que pende de la cruz, entregado a la muerte por nuestros pecados, pero resucitado también para nuestra justificación (Ro 4:25). Inicia tus meditaciones contemplando al Cristo acostado en el pesebre; entonces, tus pensamientos irán por buen camino.

Dios nos escogió antes de la creación del mundo, pero nos escogió en Cristo (Ef 1:4). Por lo tanto, si estás en Cristo por el bisturí de la fe, no dudes de que la elección te abarque también a ti; y si adhieres a Cristo con toda tu confianza, no dudes de que estás entre el número de los escogidos. Pero si intentas escudriñar el profundo abismo de la predestinación sin escudriñar previamente las Escrituras, es de temer que tú mismo caigas en el abismo de la desesperación.

Sin Cristo, Dios es un fuego consumidor (Dt 4:24). Ten cuidado, pues; no te acerques a este fuego, no sea que te consuma. Sin la satisfacción hecha por Cristo, Dios acusa y condena a todo el mundo por la voz de su ley. Ten cuidado, pues; no intentes descifrar el misterio de la predestinación a base de lo que dice la ley. Antes bien: desiste de querer investigar todos los caminos y planes de Dios, porque corres el serio peligro de que tus pensamientos te conduzcan a errores fatales. Dios vive en luz inaccesible (1Ti 6:16); no te atrevas, pues, a acercarte con ligereza a esta luz.

Para aclararnos en algo el misterio de la predestinación, Dios nos ha dado la luz del evangelio; en esta luz podemos ver la luz verdadera (Sal 36:9). No vayas a perderte en la oscuridad impenetrable del plan concebido por Dios desde la eternidad. Aprovecha más bien la claridad con que este plan fue revelado en el tiempo. La justificación, hecha en el tiempo, nos dice algo acerca de la elección, hecha antes de que existiera lo que llamamos “tiempo”. Antes de meditar a cerca de lo que se nos enseña de la predestinación deberás conocer unas cuantas otras enseñanzas. Debes conocer lo que dice la ley respecto de la ira de Dios contra el pecado, y arrepentirte. Debes conocer por el evangelio la misericordia de Dios a raíz del mérito de Cristo, y echar mano de la misma en fe y confianza. Debes conocer que es, en esencia, la fe y practicarla en tu vida diaria. Debes conocer que la tribulación es una útil medida disciplinaria con que Dios quiere perfeccionarte en la paciencia. Este es el camino que nos enseñó el apóstol, y por este camino debemos seguir como sus buenos alumnos.

Hay tres aspectos que siempre habremos de tener presente al hablar de este misterio: la misericordia de Dios que nos ama; el mérito de Cristo que padece y muere por nosotros; la gracia del Espíritu Santo que nos llama por medio del evangelio. La misericordia de Dios incluye a todo el mundo: “…tanto amó Dios al mundo…” (Jn 3:16) “Llena está la tierra de su amor” (Sal 33:5) son testimonios elocuentes de ello. Su misericordia es más grande que el cielo y la tierra, tan grande como él mismo, porque Dios es amor (1Jn 4:16). Él mismo afirma que “no se alegra con la muerte del malvado;” (Ez 33:11) y por si esto fuera poco, lo confirma con un juramento. Y si no confías en su promesa, confía al menos en su juramento. Su nombre es “Padre misericordioso” (2Co 1:3). Esa misericordia surge de él mismo; su ira y su castigo empero tienen su origen más bien foráneo, de modo que podemos decir que su misericordia más que su castigo es lo que proviene de su corazón.

También el mérito de Cristo incluye al mundo entero. “Él es el sacrificio por el perdón de los pecados de todo el mundo” dice el apóstol (Jn 2:2). ¿Puede haber una demostración más clara de la misericordia de Dios que el hecho de habernos amado aún antes de que existiéramos? ¡El habernos creado es obra de su amor! Es más: nos amó cuando todavía éramos pecadores (Ro 5:8); pues el habernos dado su propio Hijo para que sea nuestro Redentor - ¿qué es esto sino una obra de amor supremo? Al pecador condenado a castigo eterno, sin nada que pudiera ofrecer como rescate, Dios le dice: “Toma a mi Hijo unigénito y ofrécemelo en lugar tuyo.” Y el Hijo mismo dice: “Tómame a mí y ofréceme como rescate.” Y para que no te quepa la menor duda de que el mérito de Cristo incluye a todo el mundo, en su mayor dolor rogó por los que le estaban crucificando (Lc 23:34) y derramó su sangre por los que la habían hecho correr.

Y también las promesas del evangelio incluyen a todo el mundo, pues Cristo les dice a todos: “Vengan a mí todos ustedes que están cansados y agobiados.”  (Mt 11:28) Lo que fue adquirido para todos por virtud del mérito de Cristo, también es ofrecido a todos. Dios no le niega su gracia a nadie - a menos que uno se crea a sí mismo indigno de ella. Estas son, pues, las tres columnas de la verdad (1Ti 3:15) acerca de la elección eterna. En ellas apóyate con entera confianza. Piensa en las muchas demostraciones de su gracia que el misericordioso Dios ya te ha dado a lo largo de tu vida, y ten la plena seguridad de que él es el mismo ayer y hoy y por los siglos. (Heb 13:8) Aún no existías - y a Dios le complació crearte como un ser viviente. Estabas condenando a raíz de la caída de Adán - y Dios te redimió. Vivías en el mundo, no en la iglesia, y Dios te llamó. No sabías nada de nada - y Dios te instruyó. Andabas perdido como oveja (Is 53:6) - y Dios te guio por sendas de justicia. (Sal 23:3) Caíste en pecado - Dios te corrigió. Tropezaste - y Dios te levantó. Viniste a él - y él te recibió. Su paciencia contigo no conoce límites, como tampoco los conoce su bondad.

La bondad y el amor con que Dios te acompañó hasta ahora también te seguirán. (Sal 23:6) La misericordia que Dios te prodigó por anticipado para salvarte te seguirá también para glorificarte. Te enseñó el camino para una vida piadosa, y te abrió también el camino hacia la vida eterna en su presencia. ¿Por qué no fuiste pisoteado cuando caíste? ¿Quién te levantó con sus propias manos? (Sal 91:12) ¿Quién sino el Señor? Entonces: sigue confiando en la misericordia de tu Dios, y alégrate, pues obtendrás la meta de tu fe, que es tu salvación (1P 1:9). Las manos en que descansa esta tu salvación son las manos de Aquel que hizo todas las cosas (Is 66:2), manos que no son cortas para salvar (Is 59:1), y que derraman su gracia sobre el orbe entero. Pero, recuerda también alma mía, que Dios nos escogió para que seamos santos y sin mancha (Ef 1:4). Por lo tanto: quien no se esfuerza por cumplir con esta voluntad de Dios, no tiene parte en su gracia salvadora. Dios nos escogió en Cristo (Ef 1:4); en Cristo estamos por medio de la fe, y la fe actúa mediante el amor (Gá 5:6). Luego: donde no hay amor, tampoco hay fe; donde no hay fe, allí tampoco está Cristo; y donde no está Cristo, tampoco hay eterna elección.

Es verdad: el fundamento de Dios es sólido y se mantiene firme, pues está sellado con esta inscripción: “El Señor conoce a los suyos.” Pero esto implica también: “Qué se aparte de la maldad todo el que invoca el nombre del Señor.” (2Ti 2.19) Cristo dice: “Nadie arrebatará de mis manos a los que son mis ovejas;”  pero dice también: “Mis ovejas oyen mi voz” (Jn 10:27,28). Casa de Cristo somos; mantengamos nuestra confianza y esperanza hasta el fin (Heb 3.6).

¡Oh Señor, que produces en nosotros el querer, produce también el hacer, según tu buena voluntad! (Fil 2:13) Amén.