Dios santo, Juez justo: al mirar a tu Hijo clavado en la cruz derramando su santa sangre, me estremezco en lo más íntimo de mi ser, tal es el terror que me causa.

Mis pecados son los clavos con que traspasé sus manos y sus pies. Mis pecados son las agudas espinas con que coroné su santísima cabeza, que incluso los ángeles miran con suma reverencia. Mis pecados son los crueles látigos con que herí su santo cuerpo, templo mismo de la Divinidad. Un animal salvaje hizo pedazos al José celestial (Gn 37:33) y empapó con sangre su túnica. Yo, miserable pecador, soy este animal salvaje. Mis iniquidades recayeron sobre tu Hijo amado (Is 53:6).

Si el Hijo se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz (Fil 2:8), padeciendo tales angustias y tormentos a causa de pecados ajenos, ¿qué tendría que esperar el siervo desobediente a causa de sus pecados propios?

Ciertamente, terribles y mortíferas deben haber sido las heridas de mi alma, si su curación exigió que tu Hijo unigénito fuera castigado con tanta crueldad. Ciertamente, terrible y mortífera debe haber sido la enfermedad de mi alma para que el propio Médico celestial, el Señor de la vida, tuviera que morir en la cruz. Veo la angustia de su alma, oigo el grito de mi Salvador en la cruz (Mt 27:46). Por causa mía padece tal angustia. Mis pecados le hacen sentirse abandonado por Dios. Si la carga de pecados ajenos oprime al omnipotente Hijo de Dios de tal manera que su sudor era como gotas de sangre que caían a tierra (Lc 22:44), ¡cuán insoportable será la indignación de Dios, y cuán indecible su ira, contra el siervo inútil! Oh árbol seco e inservible, destinado al fuego eterno en el infierno, ¿cuál será el destino que te espera, al ver lo que se hace con el árbol verde (Lc 23:31)? Cristo es el árbol de la vida, cuya raíz es su divinidad; el tronco su humanidad; las ramas sus virtudes; las hojas sus santas palabras; los frutos sus obras perfectas. Él es el cedro de la castidad, la vid del gozo, la palmera de la paciencia y el olivo de la misericordia.

Pues bien: si la llama de la ira divina afecta a este árbol verde de la vida a causa de pecados ajenos, ¡cuánto más completamente consumirá al pecador, cual árbol seco, a causa de sus obras vanas!

¡Cuán grandes y sangrientas son las letras de mis pecados grabadas en el cuerpo de Cristo! ¡De qué manera más terrible revelaste, Dios justo, tu ira contra mis pecados! ¡Cuán cerrado debe haber sido mi cautiverio para que se necesitara semejantes rescates para obtener mi liberación! ¡Cuán feas deben haber sido las manchas de mis pecados, que para lavarlas era preciso nada menos que la sangre del Hijo unigénito de Dios!

¡Dios justo, pero también Padre bondadoso: acuérdate de las vergüenzas que tu Hijo sufrió en bien mío, y olvídate de las acciones vergonzosas de tu siervo malvado! Fíjate en las profundas llagas del crucificado, y arroja mis pecados al fondo del mar de tu misericordia (Mi 7:19). Amén.