Te doy gracias, Padre celestial, porque no solamente perdonaste mis transgresiones y renovaste la firmeza de mi espíritu (Sal 51:10), sino también porque me diste la promesa segura de la vida eterna. Ciertamente: grande es tu bondad. Siempre de nuevo has mostrado compasión conmigo, pecador indigno que soy, y más aún: me prometes bienes celestiales y un lugar en las moradas eternas. Dichos bienes de la vida perdurable y verdadera son tan grandes que no pueden medirse, tan numerosos que no pueden contarse, tan amplios que no conocen límites, tan preciosos que sobrepasan toda imaginación. Por cierto: ¡grande es, e inmerecida, tu bondad con que me prometes tales tesoros en momentos en que yo todavía ando por este valle de lágrimas! Pues en esta esperanza ya fuimos salvados, dice el apóstol (Ro 8:24); y esta esperanza, afirma, no nos defrauda (Ro 5:5). ¿Por qué, entonces, la barca de mi corazón en que me acompaña Cristo por medio de la fe, por qué esa barca parece hundirse tantas veces en las tormentas de la duda? Tú me diste la promesa de la salvación eterna, oh Dios, que eres el Dios de la verdad, ¿cómo puedo desconfiar entonces de la veracidad inalterable e inmutable de estas palabras? Esta promesa es una promesa basada en tu gracia. Por lo tanto no depende en modo alguno del mérito de mis obras. En cuanto a los favores prometidos puedo tener la misma certeza como la que tengo en cuanto a los favores visibles ya recibidos.

Tú me alimentas con el cuerpo y la sangre de tu Hijo, y me marcas con el sello que es el Espíritu Santo prometido (Ef 1:13). ¿Podrá haber un testimonio más claro para convencerme de que es absolutamente válida la promesa de la salvación eterna? Una y otra vez experimenté que tú estabas conmigo en momentos de angustia (Sal 91:15), ¿cómo no habría de estar yo contigo en los momentos del dulce consuelo de la vida eterna?

Si me colmas de bienes tan grandes ya en esta tienda de campaña en que vivo (2Co 5:1), ¡qué no me será dado en el palacio del paraíso celestial! Los bienes futuros que me prometes los tengo por tan seguros como los que ya me permites disfrutar en este vida presente. ¡Grande es tu amor por mí! ¡La fidelidad del Señor es eterna (Sal 117:2)! Tu bondad me acompaño en lo pasado, y me seguirá todos los días de mi vida (Sal 23:6). Me acompañó como Dios perdonador en lo pasado, y me seguirá acompañando en la glorificación venidera. Me dio las fuerzas para poder llevar en lo pasado una vida a tu agrado, y hará que pueda vivir en tu presencia en futuro eterno. Por esto alabaré tu misericordia y tu verdad por siempre. Amén.