Dios santo, Juez justo: es tu voluntad eterna e inmutable que yo honre sinceramente a mis padres y superiores (Éx 20:12); pero a menudo ocurre que no los respeto ni estimo en la forma debida, no les obedezco con lealtad, me burlo de sus debilidades, tampoco contribuyo a su bienestar mediante oraciones sinceras (1Ti 2:2). Muchas veces siento rencor en contra de las personas a las cuales debiera someterme con paciencia y sin protestas. Según tu santa voluntad, mi obligación es servir a mi prójimo en todo cuanto pueda; pero muchas veces me resisto a hacer el bien y a perdonar a mi hermano. Al contrario: mi carne me incita a la ira, al odio, a la envidia y la violencia. Y ¡cuántas veces arde en mi corazón el fuego del rencor, a pesar de que por fuera no se me nota!

Es tu santa voluntad que yo lleve una vida casta, decente, mesurada; pero a menudo, mi corazón se ve preso del amor a la bebida y a la lujuria. A menudo arde en mi interior la llama de la codicia, aunque al parecer mantengo a mis miembros en sujeción. Cualquiera que mira a una mujer y la codicia ya ha cometido adulterio con ella en su corazón, dice Jesús (Mt 5:28), lo que significa que ante los ojos de Dios, una y otra vez hemos caído en adulterio. El uso desmesurado de comida y bebida (y también de la vida conyugal) muchas veces nos vence sin que estemos consientes de ello, y nos hará culpables ante ti, cuando lleves a juicio a tu siervo. Es tu santa voluntad que yo no engañe a mi prójimo con mercaderías o negocios falsos, sino que lo ayude a mejorar y conservar sus bienes y medios de vida; que no me burle de sus defectos y debilidades, sino que los cubra con el manto del amor, y que no lo juzgue a destiempo y con liviandad. Pero una y otra vez cometo injusticias al buscar ventajas personales y me excedo en mis juicios respecto a mi prójimo.

Es tu santa voluntad que mi espíritu, mi corazón y mi alma están libres de toda codicia. Pero vez tras vez, mi carne me incita al pecado y contamina también a mi espíritu con malos deseos. Como agua que brota de un pozo, de mi corazón brota sin cesar la maldad (Jer 6:7).

En compensación de estos pecados y de todas mis demás faltas te ofrezco, santísimo Padre, la obediencia perfecta de tu Hijo, que amó a todos los hombres con un amor sin igual, en cuya boca no hubo engaño y que nunca cometió violencia alguna (Is 53:9). Así que confiadamente me acerco al trono de la gracia, y por fe extraigo de las heridas de tu Hijo lo de lo que carezco para ser justo y salvo (Ro 3:25). Ten compasión de mí, Dios mío y Padre mío. Amén.