Lo que ahora será objeto de nuestra meditación no es un banquete cualquiera, ni tampoco el banquete de algún rey, sino el santísimo misterio del cuerpo y la sangre de Cristo. Esto hace necesaria una preparación apropiada, para que nuestra participación sea para vida y no para muerte, y para que recibamos misericordia y no sentencia condenatoria.
Podemos imaginarnos cómo habrá temblado de miedo el patriarca Abraham cuando le apareció el Hijo de Dios en forma de hombre y le anunció que venía a destruir a la ciudad de Sodoma (Gn 18). ¡Y eso que Abraham era un personaje de gran fama por lo fuerte que era su fe! Pero en la santa cena aparece ante nosotros el Cordero de Dios, no simplemente para que lo veamos, sino para que lo comamos y bebamos.
Cuando el rey Uzías se volvió arrogante y se atrevió a acercarse al arca del pacto (2Cr 26:16), en ese mismo instante el Señor hizo que la frente se le cubriera de lepra. No es de extrañar, entonces, que el apóstol Pablo diga: “Cualquiera que coma el pan o beba de la copa del Señor de manera indigna, come y bebe su propia condena” (1Co 11:29); porque aquí está el verdadero arca del pacto nuevo, del cual el arca del pacto antiguo no era más que un ejemplo o tipo. Lo que es la preparación apropiada nos lo enseña el apóstol con una sola frase: “Cada uno debe examinarse a sí mismo antes de comer el pan y beber de la copa” (1Co 11:28). Y la regla: “todo examen ante Dios debe hacerse según la norma de las Sagradas Escrituras” rige también para este examen.
Tomemos como primer punto nuestra fragilidad ¿Qué es el hombre? Apenas polvo y ceniza (Gn 18:27). Polvo somos, de lo que el polvo produce vivimos, y al polvo volveremos: ¿Qué es el hombre? Pasto de los gusanos, nacido para el sufrimiento, no para la bienaventuranza. “El hombre nacido de mujer”- y por ende, nacido en pecado - “vive pocos días” (Job 14:1), y de ahí, también con temor y temblor, con mucha miseria que afecta su cuerpo y su alma, con lágrimas y sollozos. El hombre no conoce su salida ni su entrada. Por breves días somos como la hierba del campo en la época de verano. Tan corta como es la vida, tan largas son sus penurias.
El segundo punto: nuestra indignidad. Ante el Creador, todo ser creado no es más que un soplo (Sal 39:5), un sueño, una nada; y así es también el hombre. Pero hay muchos factores más que contribuyen a la indignidad del hombre; porque con sus iniquidades ofendió a su Creador, más Dios es por su naturaleza y esencia un Dios justo; de ahí que tenga que odiar todo lo que es pecado. Si esto es así ¿qué somos nosotros ante el Señor nuestro Dios, que es fuego consumidor y Dios celosos? (Dt 4:24). Si, como dice el salmista, él “pone ante sí nuestras iniquidades, a la luz de su presencia nuestros pecados secretos” (Sal 90:8), ¿dónde quedaremos nosotros con esas iniquidades y esos pecados? Dios es el mismo ayer y hoy y por los siglos (Heb 13:8), sin principio y sin fin. Infinita es también su justicia y su ira. Y si Dios es grande y maravilloso en todas sus obras (Sal 139:14), particularmente grande y maravillosa es también en su ira, su justicia y sus castigos. Si hizo que el castigo, precio de nuestra paz, recayera sobre su propio Hijo (Is 53:5) ¿mirará con indiferencia lo que hace su inútil siervo?
Pero al hacer tal examen, no enfoquemos sólo a nuestra propia persona, sino también “el pan que partimos, que significa que entramos en comunión con el cuerpo de Cristo” (1Co 10:16). Ahí se nos abren los ojos para que podamos ver la fuente de la cual brota la inagotable misericordia de Dios. Ahora Dios “ya nunca nos dejará; jamás nos abandonará” (Heb 13:5) nos hizo entrar en comunión con el cuerpo de Cristo, y “nadie ha odiado a su propio cuerpo” (Ef 5:29). Esta cena sagrada transformará ahora nuestras almas, hasta que al fin lleguemos a ser comensales en el banquete celestial, tomando posesión de toda la plenitud de Dios, llegando a ser sólo a su semejanza.
Lo que aquí poseemos mediante la fe y como un misterio, se nos será revelado allá con toda claridad y lo poseeremos de verdad. Nuestros mismos cuerpos serán renovados de tal manera que veremos a Dios cara a cara; (1Co 13:12) pues ya ahora son templos del Espíritu Santo, santificados y vivificados por el cuerpo y la sangre de Cristo que hará su vivienda en ellos. (Jn 14:23) Este remedio milagroso cura todas las heridas causadas por el pecado, aún por los pecados llamados “mortales”. Es el sello que garantiza que todas las promesas divinas – un aval que podemos presentar ante el juicio del Juez supremo. Munidos de esta fianza podemos gloriarnos de ser herederos de la vida eterna. Si se nos da el cuerpo y la sangre de Cristo, están incluidas también todas las demás dádivas que Dios tiene atesoradas para los que creen en él. El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no habrá de darnos generosamente, junto con él, todas las cosas? (Ro 8:32)
¡Alégrese pues la novia, y regocíjese, porque ya ha llegado el día de las bodas del Cordero! (Ap19:7) ¡Adórnese con sus más preciosas alhajas, póngase el traje de boda (Mt 22:12), porque a decir verdad: nuestros propios actos de justicia distan mucho de ser un traje de boda; antes bien, son como trapos de inmundicia (Is 64:6). ¿Cómo podríamos aparecer en el banquete celestial con semejantes trapos? ¡Quiera el Señor mismo proveernos de la ropa apropiada, así no se nos hallará desnudos! (2Co 5:3)