La santa cena de nuestro Señor nos pone frente a un misterio sublime que nos obliga al máximo respeto, porque se trata de un riquísimo tesoro de la Gracia Divina.
Sabemos que “Dios hizo crecer en medio del jardín al oriente del Edén el árbol de la vida” (Gn 2:9) con el propósito de que su fruto conservara a nuestros primeros padres y a sus descendientes en el estado de inmortalidad en que fueron creados. Pero plantó allí también el árbol del conocimiento del bien y del mal. Y precisamente lo que Dios había concebido como medio para que las personas pudieran vivir en felicidad perfecta y permanente, y ejercitarse además en la obediencia al Creador, derivó en todo lo contrario: les acarreó muerte y condenación porque cedieron a los engaños de Satanás y a sus propios deseos prohibidos. Pero aquí en la santa cena, hallamos el verdadero árbol de la vida “cuyos frutos sirven de alimento y sus hojas son medicinales” (Ez 47:12) – frutos cuya dulzura quita toda amargura causada por la miseria y la muerte.
Los hijos de Israel recibieron el maná, el pan que el Señor les dio (Éx 16:15). En la santa cena tenemos el verdadero pan de Dios que baja del cielo y da vida al mundo (Jn 6:33). El que come de este pan nunca pasará hambre (Jn 6:35,51). Los hijos de Israel tenían el arca del pacto y el propiciatorio (Éx 25:21), donde podían hablar con Dios cara a cara. En la santa cena está el verdadero arca del pacto, el cuerpo de Cristo, en quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento (Col 2:3). Aquí, en la santa cena, está el verdadero propiciatorio en la sangre de Cristo (Ro 3:25), que hace que seamos santos y sin mancha delante de Dios (Ef 1:4). Y aquí no sólo habla con nosotros con palabras de amor y consuelo, sino que habita en nosotros y nos alimenta con su propio cuerpo, el maná celestial por excelencia. Aquí, en la santa cena, está la puerta del cielo y la escalinata por la que suben y bajan los ángeles de Dios (Gn 28:17). ¿Podrá el cielo ser más alto que el que mora en él, o más íntimamente unido con él, que la naturaleza humana del hijo de Dios con su naturaleza divina? El cielo es el trono de Dios (Is 66:1). Pero sobre la naturaleza humana que Cristo adoptó reposa el Espíritu del Señor (Is 11:2). Dios está en el cielo; en Cristo empero habita en forma corporal toda la plenitud de la divinidad (Col 2:9).
¡En verdad, un inviolable sello de garantía que convalida nuestra redención y salvación! Nada mayor tenía Cristo para darnos; en efecto: ¿puede haber algo que sea mayor que él mismo? Nada puede estar más íntimamente unido a él que su naturaleza humana integrada en la Santísima Trinidad, que encierra en sí todo el tesoro de los bienes celestiales. ¿Hay algo más íntimamente unido con él que su cuerpo y sangre? A nosotros, pobres pecadores, Cristo nos ofrece este alimento verdaderamente celestial. ¿Cómo no habría de ofrecernos también su gracia? ¿Cómo podría olvidarse de aquellos a quienes entregó como garantía nada menos que su propio cuerpo? Y ¿cómo, así fortalecidos, podríamos ser vencidos por Satanás en nuestra lucha contra sus astutas tentaciones? Cristo nos compró por un elevado precio (1Co 6:20) y nos hizo miembros de su cuerpo (Ef 5:30). Éste es el remedio infalible contra todos nuestros males espirituales, contra nuestros pecados que amenazan con matarnos, contra las flechas encendidas del maligno (Ef 6:16) y contra las manchas en nuestra conciencia.
A los hijos de Israel, el Señor los acompañó con una columna de nube y una columna de fuego (Éx 13:21). En la santa cena no hay nube; aquí el sol de justicia (Mal 4:2) que ilumina nuestras almas; no se siente el fuego de la ira divina sino la calidez de su amor, que no se enfría sino que nos acompaña para siempre. Nuestros primeros padres fueron puestos en un delicioso jardín (Gn 2:8) que habría de ser una representación anticipada de nuestra bienaventuranza eterna, y para ellos mismos, una constante exhortación a la obediencia que debían a su bondadoso Creador. Pero en la santa cena hay delicias muchísimo mayores que las del paraíso: aquí, la criatura es alimentada con la carne del Creador; las manchas de la conciencia arrepentida son lavadas con la sangre del Hijo de Dios; con el cuerpo de Cristo, la cabeza, son alimentados los que por la fe son miembros de este cuerpo; y el alma creyente es invitada a saciar su hambre en el banquete celestial. La carne del santo Dios, adorada por los ángeles, venerada por los arcángeles, y ensalzada por toda la corte celestial - ¡he aquí nuestro alimento espiritual!
¡Alégrense los cielos, regocíjese la tierra! (Sal 96:11) y tú, alama mía, alégrate y regocíjate mucho más aún por todo lo que Cristo te ofrece en su santa cena.