“El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna” (Jn 6:54), dice Cristo. ¡Cuán grande es la gracia de nuestro Señor y Salvador! ¡No sólo adoptó nuestra naturaleza humana y la elevó al trono de la gloria celestial, sino que además nos da a comer su carne y a beber su sangre para que tengamos vida eterna! ¡En verdad, un gozo indecible para el alma, un banquete celestial, angelical; cosas que los mismos ángeles anhelaban contemplar! (1P 1:12) Sin embargo, Jesús no vino en auxilio de los ángeles, sino de los descendientes de Abraham (Heb 2:16). El Salvador se acerca a nosotros más que a los mismos ángeles; pues en esto conocemos el amor que nos tiene: en que nos ha dado de su Espíritu (Jn 4:13), y no sólo de su Espíritu, sino también de su cuerpo y de su sangre. Así dice Aquel cuyas palabras son la verdad, señalando el pan y el vino: Esto es mi cuerpo; esto es mi sangre (Mt 26:26,28). ¿Será que el Señor puede olvidar a los que redimió con su cuerpo y su sangre, más aún: a los quienes dio a comer su cuerpo, y a beber su sangre? El que come la carne de Cristo y bebe su sangre, permanece en Cristo y Cristo en él (Jn 6:5,6).

Ahora que estoy enterado de esto, hay muchas cosas que ya no me causan mayor asombro: que aún los cabellos de nuestra cabeza estén todos contados (Mt10:30); que nuestros nombres estén escritos en el cielo (Lc 10:20); que Dios nos lleve grabados en las palmas de sus manos (Is 49:16); que nos haya cargado desde el vientre y llevado desde la cuna (Is 46:3) -¡porque ahora, Cristo nos alimenta con su cuerpo y con su sangre! Esto nos indica lo mucho que valen para él nuestras almas: las nutre con lo que él entregó como rescate para nuestra redención. Igualmente grande es el valor que tienen nuestros cuerpos: en ellos mora un alma redimida por el cuerpo de Cristo y nutrida con su sangre, de modo que ahora son templos del Espíritu Santo y habitaciones de la Santísima Trinidad. Ahora el sepulcro ya no los podrá retener, alimentadas como están con el cuerpo y la sangre de nuestro Señor. Alimento milagroso, por cierto, es este Señor nuestro: ¡lo comemos, y sin embargo no lo transformamos en nuestro cuerpo y nuestra sangre, sino que somos transformados en él!

Somos miembros de Cristo, vivificados por su espíritu y alimentados con su cuerpo y sangre. Él es el pan de Dios que baja del cielo y da vida al mundo (Jn 6:33). Si alguno come de este pan, vivirá para siempre (Jn 6:51). Es el pan en que se expresa la gracia y la misericordia divina; y quien lo come, prueba y ve que Dios es bueno (Sal 34:9), y de su plenitud todos hemos recibido, gracia sobre gracia (Jn 1:16), Es el pan de vida (Jn 6:35) que no sólo vive sino que también vivifica; pues el que come de este pan vivirá para siempre (Jn 6:58). Es el pan que bajó del cielo (Jn 6:58). Siendo pan del cielo, convierte en huéspedes del cielo a quienes lo comen espiritualmente y para la salud de su alma; en efecto: no morirán sino que serán resucitados en el día final (Jn 6:50,54), no para ser juzgados ni para ser condenados (porque ya no hay ninguna condenación para los que están unidos a Cristo Jesús) (Ro 8:1) sino para vivir en bienaventuranza eterna. Ciertamente, el que come la carne del Hijo del hombre y bebe su sangre vivirá para siempre (Jn 6:53,58), por cuanto la carne de Cristo es verdadera comida y su sangre es verdadera bebida (Jn 6:55).

Por lo tanto, saciémonos no de la comida de nuestras obras, sino de la comida del Señor, no de la abundancia de nuestra propia casa, sino de la abundancia de la casa de Dios (Sal 36:8). Él es el verdadero manantial de vida. “El que beba del agua que yo le daré,” dice Jesús “no volverá a tener sed jamás, sino que dentro de él esa agua se convertirá en un manantial que brotará para vida eterna” (Jn 4:14). ¡Adelante pues! ¡Vengan a las aguas todos los que tengan sed, y los que no tengan dinero, vengan, compren y coman!  (Is 55:1)

La invitación se dirige a todos los que tengan sed ¡Ven también tú, oh alma sedienta, agobiada por el calor de tus pecados! Y si no tienes dinero, si careces de recursos en forma de méritos propios, apresúrate tanto más; porque donde no hay mérito propios, son más y más necesarios los méritos de Cristo. ¡Ven, ven, y compra sin pago alguno! (Is 55:1) Después de todo: ¿Qué méritos podríamos exhibir? Dice el profeta: ¿Por qué gastan dinero en lo que no es pan, y su salario en lo que no satisface? (Is 55:2). Está claro: con nuestro trabajo no podemos saciar el hambre, ni podemos comprar la gracia de Dios con las moneditas de nuestros méritos propios. ¡Escúchame bien, pues, alma mía, come lo que es bueno, deléitate con manjares deliciosos! (Is 55:2)

Lo que escribe el apóstol Pablo son palabras de espíritu y son vida, palabras de vida eterna (Jn 6:63,68), y dicen así: “Esa copa de bendición por la cual damos gracias, ¿no significa que entramos en comunión con la sangre de Cristo? Ese pan que partimos, ¿no significa que entramos en comunión con el cuerpo de Cristo? (1Co10:16). Así que por esa “copa y ese pan” somos uno con Cristo. 

Los judíos disputaron acaloradamente entre sí: “¿Cómo puede este darnos a comer su carne?” (Jn 6:52). Yo prefiero exclamar: ¡Bendito el Señor que nos dio a comer su carne y a beber su sangre! No me sumerjo en vanas cavilaciones acerca de su omnipotencia, sino que admiro su gracia; no tengo el atrevimiento de querer examinar hasta las profundidades de Dios (1Co 2:10), sino que venero su bondad y su amor. Creo firmemente que él está presente; cómo está presente, no lo sé, pero sé que se une íntimamente conmigo. Somos miembros de su cuerpo (Ef 5:30). Él habita en nosotros, y nosotros en él. Mi alma desearía penetrar con sus pensamientos en lo más profundo de este abismo; pero no tengo palabras para expresar, menos aún para explicar tanta bondad y tanto amor.

Al contemplar la excelsa gracia del Señor y la gloria de los que viven con él en la gloria eterna, lo único que me queda es: enmudecer de asombro.