Después de su ascensión “cuando llegó el día de Pentecostés” nuestro Señor derramó sobre sus discípulos el Consolador prometido, el Espíritu Santo (Hch 1). En el pacto antiguo, Dios mismo descendió al monte Sinaí para que desde allí, Moisés anunciara su ley (Éx 19:3); así, el Espíritu Santo descendió sobre los apóstoles para que por boca de ellos fuese anunciado el evangelio en el orbe entero. En el Sinaí hubo truenos, relámpagos y un toque muy fuerte de trompeta (Éx 19:16), porque la voz atronadora de la ley nos declara merecedores de la ira de Dios a causa de nuestra desobediencia. En el día de Pentecostés vino del cielo un ruido como el de una violenta ráfaga de viento (Hch 2:2), porque la voz del evangelio vuelve a infundir ánimo en los corazones aterrorizados. En el Sinaí temblaron todos los que estaban en el campamento (Éx 19:16), porque la ley acarrea castigo (Ro 4:15); pero en Pentecostés acude toda una multitud, atraída por el gran milagro; pues el evangelio nos abre el acceso a Dios. En el Sinaí, Dios descendió en medio del fuego, pero fuego de ardiente ira. Por esto, todo el monte se sacudió violentamente y estaba cubierto de humo (Éx 19:18). En Pentecostés, el Espíritu Santo igualmente desciende con fuego, pero con fuego de amor y compasión. Por esto, aquí no se sacudió la casa entera a causa de la ira divina, sino que toda la casa donde estaban reunidos se llenó de la gloria del Espíritu Santo (Hch 2:2).
Por lo tanto, podemos entender muy bien por qué nos fue enviado desde el cielo el Espíritu Santo: fue para santificarnos, después de que había sido enviado el Hijo para redimir al género humano. De nada nos servía la pasión de Cristo si no nos era dada a conocer. Un tesoro escondido carece de utilidad. Por ende, el Padre celestial no se limitó a lograr una redención eterna por medio de la sangre de su propio Hijo (Hch 9:12), sino que la ofreció y, sigue ofreciendo al mundo entero por medio del envío del Espíritu Santo. El Espíritu Santo se posó sobre los apóstoles en circunstancias en que estaban todos reunidos en oración en el mismo lugar (Hch 2:1), porque es un Espíritu de súplica (Zac 12:10). Lo recibimos como respuesta a nuestra oración, y nos motiva para la oración. Él es el que une nuestros corazones con Dios, así como une al Hijo con el Padre y al Padre con el Hijo; porque entre Padre e Hijo existe un amor recíproco.
Esta unión espiritual entre Dios y nosotros se produce por medio de la fe; la fe empero es un don del Espíritu Santo, sostenido a través de oraciones, - que para ser genuina, debe hacerse en espíritu y en verdad (Jn 4:24). Leemos que cuando en el templo de Salomón se ofreció el sacrificio del incienso, los sacerdotes tuvieron que retirarse por causa de la nube, pues la gloria del Señor había llenado el templo (1R 8:11). De igual manera, la gloria del Espíritu Santo llenará el templo del corazón tuyo cuando ofrezcas a Dios el incienso de tu oración. ¡Cuán admirable es la gracia y la misericordia de Dios! El Padre nos promete que escuchará nuestra oración (Sal 65:2); el Hijo intercede por nosotros (Ro 8:34); el Espíritu clama en nosotros: “¡Abba, Padre!” (Gá 6:4), los ángeles presentan nuestras oraciones ante el Santo (Libro apócrifo de Tobías 12:12). De esta manera, la Trinidad entera está abierta a nuestras voces. El misericordioso Dios hace posible nuestra oración al darnos un espíritu de gracia y de súplica (Zac12:10). Pero además la bendice con su constante atención, si bien no siempre conforme a nuestros deseos, pero siempre para nuestro beneficio.
El Espíritu Santo descendió a los apóstoles en un momento en que estaban todos juntos en el mismo lugar (Hch 2:1), prueba de que él es el Espíritu de amor y unión. Nos une con Cristo mediante el lazo de la fe; une a Dios con nosotros mediante el amor, y por el mismo vínculo del amor nos une también con nuestro prójimo. El diablo es el autor de toda discordia y separación. A raíz de nuestros pecados nos separa de Dios; sembrando odio, divisiones y rencor; causa desuniones entre los hombres. Pero el Espíritu Santo nos llena de sus dones, uniendo a los hombres con Dios y a Dios con los hombres, así como en la persona de Cristo unió a la naturaleza humana con la naturaleza divina (Lc 1:35). Mientras el Espíritu Santo habite en el hombre con su gracia y con sus dones, el hombre permanece unido con Dios. Pero ni bien el hombre cae de la fe y del amor a causa del pecado, ahuyentando al Espíritu Santo, queda separado de Dios, y queda rota aquella íntima unión con él.
El que tiene el Espíritu Santo no odia a su hermano ¿Por qué no? Porque el Espíritu Santo convierte a todos los creyentes en miembros del cuerpo de Cristo. Y ¿quién ha odiado jamás a sus propios miembros? (Ef 5:29). Más aún: el que es guiado por el Espíritu Santo ama incluso a sus enemigos. ¿Por qué? Porque el que se une al Señor llega a ser uno con él en Espíritu (1Co 6:17). Dios empero hace que salga el sol sobre malos y buenos (Mt 5:45) y ama todo cuanto existe, y nada aborrece de lo que ha hecho (Libro apócrifo De la Sabiduría 11:25). El que tienen el Espíritu de Dios está dispuesto a servir a todos, se esfuerza por hacer bien a todos, ofrece su ayuda a todos, puesto que Dios mismo también es una fuente de misericordia y gracia para todos. El ruido que anunció la venida del Espíritu Santo vino del cielo (Hch 2:2), pues el Espíritu Santo es consustancial al Padre y al Hijo, y procede del Padre y del Hijo desde la eternidad. Impulsa a los hombres a concentrar su atención en las cosas de arriba (Col 3:2). El que sigue enteramente concentrado en las cosas de la tierra, aún no tiene parte en el Espíritu Santo (Heb 6:4).
El Espíritu Santo viene con un ruido como de una ráfaga de viento, porque refresca con su consolación a los que padecen tribulaciones. El viento sopla por donde quiere, y lo oyes silbar, aunque ignoras de dónde viene y adónde va. Lo mismo pasa con todo el que nace del Espíritu (Jn 3:8). Otra afinidad con un viento la podemos ver en el hecho de que procede del Padre y del Hijo desde la eternidad. El viento aquel era una violenta ráfaga (Hch 2.2), porque la gracia del Espíritu Santo es una gracia viva y activa que impulsa a los fieles a hacer el bien, y los impulsa con una fuerza tal que no los frena ni la amenaza de los tiranos ni la astucia de Satanás ni el odio del mundo. El Espíritu da a los apóstoles el don de lenguas, porque sus palabras debían llegar hasta los confines del mundo (Sal 19:4). Con esto terminó la confusión de idiomas entre quienes intentaban construir la torre de Babel (Gn 11:7). Ahora las naciones, de diversos idiomas dispersas a lo largo y lo ancho del orbe, son llamadas y congregadas por obra del Espíritu Santo y conservadas en la única y verdadera fe. También las lenguas de fuego son una señal del Espíritu Santo, porque los profetas hablaron de parte de Dios impulsados por el Espíritu Santo (2P 1:21), el mismo que habló por boca de los apóstoles y aún sigue hablando por medio de los que en la iglesia de hoy día predican la palabra de Dios.
¡Gloria y honor al Espíritu Santo, al Padre y al Hijo, por todos estos dones de su gracia!