Dios omnipotente, eterno y compasivo: invocando la santísima sangre que tu Hijo derramó en bien mío, te ruego que conserves en mí a salvo el pilar de la esperanza salvífica. A veces, mi corazón se parece a un barco en medio del mar embravecido. Ruégote me des el ancla firme y segura de la esperanza (He 6:19). Aplaca las olas de las prueba y de la duda, tú que eres un Dios de la esperanza (Ro 15:13) y de toda consolación. Tan segura e inmutable como es la veracidad de tus promesas así es también la firmeza de la esperanza. En tus promesas confío, tú no me abandonarás. En tu benignidad me fundo, tú no me dejarás sin consuelo. Yo sé en quién he creído, y estoy seguro de que tiene poder para guardar hasta aquel día lo que le he confiado (2Ti 1:12). Y estoy convencido de esto: el que comenzó tan buena obra en mí, la irá perfeccionando hasta el día de Cristo Jesús (Fil 1:6).

Tres cosas hay que me levantan cuando estoy abatido, me sostienen cuando estoy a punto de caer, me guían cuando me siento perdido: el amor con que me adoptaste como hijo tuyo; la infalibilidad de tu promesa; y el poder que te permite cumplir con lo que has prometido. Este es el triple lazo que bajas desde la patria celestial a este pobre encarcelado, para alzarme hasta donde pueda ver la luz de tu gloria; y esta esperanza es el ancla de mi salvación, la senda que conduce al paraíso. La contemplación de tus mandatos hace surgir mi esperanza. La contemplación de tu promesa hace que el esperar en ti infunde serenidad a mi corazón. La contemplación de tu benignidad hace que no dude de tu clemencia. Y la contemplación de mi propia flaqueza hace que no confíe en mí ni en mi propia razón o poder. Cuanto menos mi esperanza se aferra a los bienes presentes temporales e inseguros, y a la ayuda de otra gente, tanto más firmemente se apoyará a la roca inamovible de tus promesas y de los bienes eternos.

Une mi corazón al tuyo, para que me aparte del mundo y me refugie en tus brazos paternales. Confiadamente me acerco al trono de la gracia (He 4:16) a la roca de mi amparo y puerto de salud. En mí no hay sino pecado, muerte y condenación; en ti empero, todo es justicia, vida, salvación y consuelo. Por esto desespero de mi mismo, pero espero en ti; desfallecido se que tu me levantarás. Por más que se acumulen las aflicciones, lo que importa es que estén presentes tus consolaciones vivificantes que afirman el pie del que está por resbalar. El sufrimiento produce perseverancia; la perseverancia, entereza de carácter; la entereza de carácter, esperanza. Y esta esperanza no nos defrauda (Ro 5:3-5). En ti, Jehová, he confiado; no sea yo confundido jamás (Sal 31:1; VRV). Amén.