Dios santo, Juez justo: cuando levanto mis ojos al cielo, me vienen a la memoria las muchas veces que te he ofendido, Padre he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo (Lc 15:18-19).

Al mirar la tierra que me rodea, me doy cuenta de que con mis pecados he abusado vergonzosamente de tu creación. No sólo la oscuridad nocturna, sino también la plena luz del día fue testigo de mis frecuentes actos abominables.

Cuando me fijo en la suerte de los pecadores a quienes has juzgado conforme a tu justo juicio, encuentro que los pecados míos no son menos graves que los de ellos. En cambio, el ejemplo de los santos me demuestra que estoy muy lejos de servirte con igual celo que ellos.

Cuando pienso en mi ángel guardián, debo reconocer que más de una vez lo ahuyenté de mi lado; y al pensar en los demonios, descubro que a menudo di lugar a sus insinuaciones. Al meditar en la severidad de tus mandamientos, no puedo negar que una y otra vez me he apartado de esta norma. Y al examinarme a mí mismo, descubro que los pensamientos de mi corazón me acusan ante tu tribunal.

Al pensar en la última hora que me espera, no puedo sino reconocer que la muerte es la bien merecida paga de mi pecado (Ro 6:23); y si Dios no me hubiese aceptado de pura gracia y por los méritos de Cristo, sería la puerta de entrada a la muerte eterna. Pensando en el juicio venidero, tengo que admitir que mis pecados deben ser castigados con el máximo vigor, según los registra la insobornable contabilidad divina. Y al pensar en el infierno, me doy cuenta que el ser echado en este lugar de tormentos no sería una condena excesiva para mi pecaminosidad. Pero cuando pienso en la vida eterna, veo que mis pecados me privan, y con justa razón, de toda esperanza de encontrar morada en ella.

En resumen: por todos lados me amenazan acusaciones a causa de mis pecados. Ten compasión de mí, Señor, y no despliegues contra mí tu gran poder (Job 10:16). Me amparo en Cristo, tu Hijo amado y mi único mediador, y creo firmemente que por  causa de él me otorgarás tu gracia y la remisión de mis pecados. Todos me acusan: las criaturas, la voz de la conciencia, las tablas de la ley divina, hasta el maligno me acusa día y noche. ¡Tu empero, misericordioso Jesús, hazte cargo de mi defensa! En ti confía este desconsolado pecador al cual acusa toda la creación. Tu sacrificio de satisfacción por mis pecados, y tu intercesión ante la diestra de tu Padre, son mi refugio. Toma, oh espíritu mío, las alas de la aurora, y escóndete, cual paloma, en las grietas de las rocas (Cnt 2:14), es decir, en las llagas de Cristo, tu Salvador. Escóndete en esta roca hasta que pase la ira del Señor: Allí hallarás paz, amparo y liberación. Amén.