Sin cesar te doy gracias, Dios eterno y compasivo, por haberme protegido hasta el día de hoy de innumerables desgracias y peligros, y por haberme rodeado de la eficaz custodia de los santos ángeles. Muchas son las demostraciones de tu benignidad, en especial aquellas que me preservaron de los más diversos daños y males.

Tantos infortunios amargan constantemente la vida de muchísima gente, y yo: ¡cuán afortunado soy con tus bendiciones que a diario endulzan la vida mía! Grande es el poder del diablo, e traicionero su engaño. Pero todas las veces que este adversario poderoso y traicionero intentó causarme daño, pude escapar de sus redes, amparado por el escudo de tu bondad y la protección de los ángeles. ¿Quién podría contar las asechanzas del diablo? Mucho menos se pueden contar los favores tuyos, oh Señor. Cuando cierro mis ojos para entregarme al sueño, el ojo de tu providencia vela sobre mí, para que nuestro enemigo el diablo que ronda como león rugiente, no pueda desgarrarme (1P 5:8). Y cuando en el correr del día Satanás se acerca a mí con sus tentaciones, me defiendes con tu poderosa mano desbaratando sus maquinaciones. Cuando arremeten contra mí los incontables ejércitos de males, el campamento de tus ángeles (Sal 34:7) será un muro de fuego en derredor mío (Zac 2:5). No hay criatura alguna, por pequeña e insignificante que sea, contra cuyos ataques yo esté inmune.

¡Cuán grande y significativa es, por lo tanto, la protección que tú me brindas, disponiendo ante mí un banquete en presencia de mis enemigos (Sal 23:5)!

Mi alma es propensa a cometer pecados, y mi cuerpo, a sufrir caídas; por eso tú, Padre bondadoso, sostienes el alma mía mediante tu Espíritu, y mi cuerpo, mediante la protección de tus ángeles. Pues ordenaste que tus ángeles me cuiden en todos mis caminos; con sus propias manos me levantarán para que no tropiece con piedra alguna (Sal 91:11-12). Fue por tu misericordia, Señor, que no he sido consumido. Todos los días me rodean nuevos peligros, pero tu misericordia es nueva cada mañana (Lm 3:22-23 VRV). Tú no duermes ni te adormeces, fiel cuidador de Israel; tú eres mi sombra protectora, para que de día el sol de persecución abierta no me haga daño, ni de noche los peligros ocultos. Tú me cuidarás en el hogar y en el camino, desde ahora y para siempre (Sal 121). Por todas estas bendiciones te doy gracias desde ahora y para siempre. Amén.