“Yo te haré mi esposa para siempre” (Os 2:19) dice Cristo al alma creyente. Cristo asistió a la boda en Caná de Galilea (Jn 2:2) para dar una señal de que vino al mundo para una boda espiritual. ¡Alégrate, alma mía, en el Señor tu Dios; porque “él te visitó con ropa de salvación y te cubrió con el manto de la justicia como a una novia que luce su diadema” (Is 61:10) ¡Alégrate de la majestad de tu novio, de su hermosura, de su amor! No hay majestad igual a la de él, porque él “es Dios sobre todas las cosas, alabado por siempre” (Ro 9:5) ¡Qué majestad es por tanto también la tuya como criatura, cuando el Creador se quiere comprometer contigo! No hay hermosura igual a la de él; porque “él es el más apuesto de los hombres” (Sal 45:2) según el testimonio del evangelista Juan: “Hemos contemplado su gloria, la gloria que corresponde al Hijo unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Jn1:14) “Su rostro resplandeció como el sol, y su ropa se volvió blanca como la luz.” (Mt 17:2)

“Sus labios son fuente de elocuencia, y está coronado de gloria y de honra” (Sal 45:3, Sal 8:5). ¡Qué demostración más maravillosa de misericordia: el “más apuesto de los hombres” no tiene reparos en elegir como novia a un alma afeada por manchas de pecado! La fortaleza suprema del novio contrasta con la mayor debilidad de la novia, y la reluciente hermosura del novio con la apariencia deslucida de la novia. Y no obstante, el amor que el novio tiene a la novia supera al amor que la novia tiene a su tan hermoso e ilustre novio. ¡Y ahora contempla también, alma creyente, el infinito amor de tu novio! El amor lo impulsó a bajar del cielo a la tierra, lo clavó en la cruz, lo encerró en el sepulcro y lo hizo descender al infierno. ¿Quién hizo todo esto? ¡El amor del novio a su novia! Pero nuestro corazón encadenado pesa más que piedra y plomo, ya que debido a las cadenas  semejante lazo de amor podía elevarnos al lado de Dios, ahora éstas trajeron a Dios al lado de los hombres.

Completamente desnuda estaba la novia (Ez 16:22), y en ese estado era imposible introducirla en el palacio real del reino celestial. Entonces fue el novio mismo quien la visitó con ropas de salvación y la cubrió con el manto de justicia (Is 61:10), mientras ella trataba de cubrirse con los trapos inmundos de sus propios actos de justicia (Is 64:6). Él en cambio “le concedió vestirse de lino fino, limpio y resplandeciente, representación de las acciones justas de los santos:” (Ap 19:8) Y este vestido es la justicia, fruto de la pasión y muerte del novio. Jacob tuvo que trabajar siete años hasta que Labán le permitió tomar como novia a Raquel (Gn 29:27); Cristo pasó casi treinta y cuatro años padeciendo hambre y sed, frío y pobreza, maldiciones y oprobios, azotes y toda clase de humillaciones, muerte y cruz para poder tomar como novia al alma creyente. Sansón descendió a Timná para ir a buscar una esposa entre los filisteos (Jue 14:3) pueblo destinado a la condenación. El Hijo de Dios descendió a la tierra para ir a buscar una esposa entre la humanidad condenada y destinada a la muerte eterna.

Reinaba un estado de enemistad entre la estirpe de la novia y el Padre celestial; pero Cristo logró que se hicieran las paces entre ambos gracias a su amarga pasión. Completamente desnuda estaba la novia, y se revolcaba en su propia sangre (Ez 16:22); pero el novio mismo la lavó y purificó con el agua del bautismo (Ef 5:26),  y con su propia sangre limpió la de su novia; porque “la sangre de Jesucristo, el Hijo de Dios, nos limpia de todo pecado.” (1Jn 1:7)Sucia estaba la novia, de aspecto lamentable, pero él la bañó y perfumó (Ez 16:9) con el óleo de su compasión y gracia. La novia no lucía adorno alguno; pero él “la adornó con joyas, pulseras y pendientes de oro” (Ez 16:11), con virtudes y con los múltiples dones del Espíritu Santo. Como la novia no poseía nada que podría presentar como dote, él “la marcó con el sello que es el Espíritu Santo prometido, que garantiza nuestra herencia hasta que llegue la redención final” (Ef 1:13,14).

Para saciar el hambre de la novia, el novio “le dio a comer el mejor trigo, el aceite de oliva y la miel (Ez 16:19) y la alimenta con su propia carne y sangre para la vida eterna. La novia es desobediente y a menudo infiel, manteniendo relaciones con el mundo y con el diablo; pero el novio siempre la recibe de nuevo con infinito amor cada vez que regresa a su lado con sincero arrepentimiento. ¿Cómo podrás olvidar, alma creyente, las tantas y tan claras demostraciones de un amor tan inmenso? Pues ama tú también de todo corazón al que por amor a ti se hizo hombre y habitó entre nosotros. Cuanto más grande es el que se entregó por nosotros, tanto más grande tiene que ser también nuestro amor a él que el amor a nosotros mismos. Nuestra vida entera debe seguir en los pasos del que por amor a nosotros transitó por los caminos pedregosos de este mundo. No es más que lógico tener por desagradecido al hombre que no retribuye el amor de quien lo amó primero. ¡Cómo no amar entonces al que por amor a nosotros se humillo a sí mismo y se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz! (Fil 2:8)

¡Dichosa el alma que está unida en matrimonio espiritual con Cristo por este lazo de amor! Confiadamente puede considerar suyas todas las bendiciones espirituales provenientes de Cristo, al igual que una esposa que comparte el patrimonio familiar con su esposo. Pero sólo podemos llegar a ser cónyuges en esta unión matrimonial espiritual medio de la fe. Como está escrito: “En fe te haré mi esposa para siempre.” (Os 2:19)  La fe nos implanta en Cristo como ramas en la vid espiritual (Jn 15:5) para que pueda ser él quien nos da vida y vigor. Y como esposo y esposa ya no son dos, sino uno solo (Mt 19:6); los que por fe se unen a Cristo se hacen uno con él en espíritu (1Co 6:17), porque “por fe Cristo habita en nuestros corazones.” (Ef 3:17) Y la fe que vale es la que actúa mediante el amor (Gl 5:6). En el pacto antiguo, un sacerdote sólo debía casarse con una mujer que era virgen (Lv 21:7,13). Así, la mujer que el sumo sacerdote toma por esposa debe ser una virgen que se mantienen pura y sin mancha, sin caer en las tentaciones del diablo, del mundo y de su propia carne.

¡Oh Señor, haz tú que estemos preparados dignamente para el día de las bodas del cordero! (Ap 19:7) Amén.