Dios santo, Juez justo: cuantos más favores has derramado sobre mí, tanto más me duele haber ofendido tan a menudo a mi tan generoso Padre. Los muchos regalos que he recibido de ti son como otros tantos lazos de amor que me has arrojado. Tu deseo fue ligarme estrechamente a ti, pero yo me olvidé de ti y de tu bondad y cometí un pecado tras otro. Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco que se me llame tu hijo; trátame como si fuera uno de tus jornaleros (Lc 15:19). Estoy totalmente disgustado conmigo mismo. Haz que sea de total agrado para ti.
Durante largo tiempo, las riquezas de tu bondad, tu tolerancia y paciencia quisieron llevarme al arrepentimiento (Ro 2:4); pero hasta el día de hoy me he negado a hacerte caso. ¡Cuántas veces me llamaste (Mt 23:37), Padre bondadoso, a través de la predicación de la palabra, el llamado de atención de las criaturas, la disciplina de la cruz, mi propia voz interior! Pero siempre cerré los oídos de mi corazón a aquellos llamados: todas las fuerzas de mi alma, todos los miembros de mi cuerpo son obsequios tuyos; por lo tanto, todas las fuerzas de mi alma, todos mis miembros tendrían que haber estado dispuestos a prestarte el servicio perseverante que te debo. Pero ¡ay de mí!, los convertí en instrumentos de la injusticia y del pecado.
Tuyo es el aire que respiro, tuyo el sol que veo a diario, todo esto debiera haberlo usado como medios para llevar una vida en santidad. Más ¡ay de mí! Lo usé para llevar una vida en pecado. Las criaturas debiera haberlas usado para honrar al Creador, sin embargo, abusé de ellas vergonzosamente para deshonrarte. La luz del sol debiera haberla usado para ponerme la armadura de la luz, pero lo que hice fue usar esta luz para hacer las obras de la oscuridad (Ro 13:12).
Todo cuanto se añade a mi vida es un obsequio de tu bondad. Por lo tanto, mi vida entera debiera haber estado al servicio de Aquel de quien depende por entero. Pero apenas una ínfima parte de mi vida estuvo dedicada a tu servicio. Tantas amables invitaciones me hiciste llegar por medio de los administradores de tu gracia para que regresara a ti, guiado por un sincero arrepentimiento. Pero ¡cuántas veces me negué tercamente a escuchar su voz!
Acéptame, Señor, ahora que al fin retorno a ti con suspiros y un corazón quebrantado. Rocíame con la sangre de tu Hijo, a fin de que, purificado de todo lo que contamina el cuerpo y el espíritu (2Co 7:1), quede más blanco que la nieve (Sal 51:7), y pueda alabarte eternamente junto con todas los elegidos en la Jerusalén celestial. Amén.