Quiero agradecerte de corazón, eterno y omnipotente Dios, por haberme dado la vida; mucho mayor aún es mi gratitud por haberme redimido a mí, hombre perdido y condenado. Estuve atrapado en las fauces del infierno, y tú me has sacado de allí por virtud de la sangre de tu Hijo. Esclavo fui de Satanás, pero tu gracia me libró del dominio de la oscuridad y me trasladó al reino de Cristo (Col 1:13).
Deudor tuyo soy con todo mi ser, pues fuiste tú el que me ha creado. Mi lengua debe alabarte por tu justicia, porque tú me la has dado (Sal 51:14). Mi boca tiene el deber de proclamar tu alabanza por poder respirar tu aire. Mi corazón te debe amar por siempre y hasta la eternidad, puesto que es obra tuya. Todos mis miembros tienen la obligación de estar dispuestos a servirte, porque todos ellos -¡y son muchos y muy diversos!- son una admirable creación tuya (Sal 139:14).
Si ya todo esto me convierte en deudor tuyo, ¿qué decir respecto a la liberación de mi esclavitud bajo el poder del pecado? ¿Cómo agradecértela? A la oveja perdida (Jn 10:28) la arrebataste de las garras del lobo infernal; al siervo prófugo lo libraste de la cárcel de Satanás, a la moneda extraviada la buscaste con cuidado hasta encontrarla (Lc 15:8). La caída de Adán hizo también la caída mía, pero tú me levantaste, juntamente con Adán, yo también estoy atado con las cadenas del pecado, pero tú las rompiste. En y con Adán soy un hombre perdido, pero tú viniste para rescatarme. ¿Quién soy yo para que te hayas preocupado tanto por mi redención, y para que hayas invertido tanto en lograr mi salvación?
Si después de la caída de Adán y Eva, nuestros primeros padres, los hubieras apartado de tu lado, de tu gloria y majestad, a ellos junto con todos sus descendientes, y los hubieras arrojado a lo más profundo del infierno, ninguno de nosotros habría tenido el menor derecho a quejarse de que se había cometido una injusticia con él. Pues al igual que aquellos, también nosotros habríamos sufrido lo que merecen nuestros delitos.
¿Qué otra cosa podríamos esperar de ti, tú que nos habías creado a tu imagen y provisto de fuerzas suficientes para preservar nuestro estado de inconciencia? ¡Pero no! Ahora demuestras tu inmenso e inefable amor por nosotros (Ro 5:8), prometiendo a nuestros primeros padres, después de su caída, un Redentor en la persona de tu propio Hijo, enviándolo a nosotros cuando se cumplió el plazo (Ga 4.4) y haciéndonos pasar, por virtud de él, de la muerte a la vida, de los pecados a la justicia, del infierno a la gloria celestial.
Oh Señor, amigo nuestro, que te deleitas en el género humano (Pr 8:31), ¿quién puede elogiar dignamente esta amabilidad, o siquiera hacerse una idea aproximada de la misma? Esta es la inimaginable riqueza de tu bondad, el inconmensurable tesoro de tus beneficios que sobrepasa todo entendimiento. ¿Tan grande era el valor del siervo, que el Hijo tuvo que ser entregado a la muerte para rescatarlo? ¿Tanto amor merecía el enemigo, que le enviaste a tu amado Hijo para ser su Redentor? Ciertamente: mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador (Lc 1:47). Amén.