¡Como podré agradecerte, excelso Dios, por alimentarme con el cuerpo y la sangre de tu Hijo en el santísimo sacramento de la cena del Señor! Nada hay en los cielos y en la tierra que iguale en valor a este pan con el cual está unido personalmente el cuerpo de Cristo. Y no hay testimonio y prenda más firme de tu gracia que esta preciosa sangre de tu Hijo derramada sobre el altar de la cruz para la remisión de mis pecados. Tú mismo me entregas el precio de mi rescate, a fin de que no me quepa la menor duda en cuanto a la seriedad de tu gracia. Tantas veces como por culpa mía deserté del pacto que hiciste conmigo en el bautismo, tantas veces me queda abierto el retorno al mismo mediante un sincero arrepentimiento y el uso saludable de esta cena. Es un sacramento del nuevo testamento que siempre nos ofrece nuevos dones de gracia. En este cuerpo habita la vida misma; lo que le da el poder de vivificarme y de abrirme de nuevo la puerta al paraíso perdido. La sangre vertida por Cristo es el pago por la deuda que yo contraje con mis pecados; por ende, el beberla en la santa cena me da la garantía de que mis pecados realmente han sido perdonados.
Así dice Cristo, el camino, la verdad, y la vida (Jn 14:6) “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el día final (Jn 6:54)” para la vida, para la gloria eterna. Éste es el pan que baja del cielo; el que come de él, no muere (Jn 6:50). Un comer mediante la fe, esto es lo que Cristo quiere que hagamos, y es lo que tiene que añadirse al comer sacramental, a fin de que lo que fue instituido como pan de vida, sea recibido por nosotros como tal. Por lo tanto me acerco a esta cena celestial en fe genuina y con la plena certeza de que el cuerpo que como es el cuerpo de Cristo, dado por mí, y que la sangre que bebo, es la sangre del nuevo Pacto, derramada por mí. En adelante ya no puedo dudar de que mis pecados de veras hayan sido perdonados, ya que así me lo manifiesta el precio de rescate pagado por ellos. Tampoco puedo dudar de que Cristo habite en mí, dado que él me lo garantiza mediante la entrega de su cuerpo y de su sangre. Ni puedo dudar de la asistencia del Espíritu Santo, siendo que en mi debilidad, él acude a ayudarme (Ro 8:26). No temo las artimañas del diablo, porque esta comida me da fuerza para hacerles frente (Ef 6:11). Tampoco temo las tentaciones de mi carne, porque este alimento espiritual es un fortalecimiento para mi espíritu. Al comerlo y beberlo, Cristo habita en mí, y yo habito en él. El buen pastor no permitirá que su oveja, nutrida con su cuerpo y con su sangre, sea devorada por el lobo infernal, ni tampoco permitirá que la fuerza del espíritu sea doblegada por la debilidad de mi carne.
A ti, amoroso Salvador, sea la gloria, el honor y la gratitud por los siglos de los siglos. Amén.