Base y comienzo de una vida en santidad es un arrepentimiento saludable. Pues donde hay un arrepentimiento de verdad, hay perdón de pecados. Donde hay perdón de pecados hay gracia de Dios. Donde hay gracia de Dios, allí está Cristo. Donde está Cristo, está su mérito. Donde está el mérito de Cristo, hay satisfacción por nuestros pecados. Donde hay satisfacción por nuestros pecados, hay justicia. Donde hay justicia, hay una conciencia en paz y sosiego. Donde hay paz de conciencia, está el Espíritu Santo. Donde está el Espíritu Santo, está toda la Santísima Trinidad. Donde está la Santísima Trinidad, hay vida perdurable. Por ende: donde hay un arrepentimiento de verdad, hay vida perdurable. Pero donde no hay un arrepentimiento de verdad, tampoco hay perdón de pecados, ni gracia de Dios, ni Cristo, ni su mérito, ni satisfacción por nuestros pecados, ni justicia, ni una conciencia en paz, ni el Espíritu Santo, ni la Santa Trinidad, ni tampoco vida perdurable.

Me pregunto entonces: ¿por qué dejamos nuestro arrepentimiento para más tarde, o para el día de mañana? Ni el día de mañana está en nuestro poder, ni tampoco el arrepentimiento de verdad. Y no solo acerca del día de mañana tendremos que rendir cuentas en el día postrero, sino también acerca del día de hoy. Que nos espera un mañana no es tan seguro. Pero que al impenitente le espera la condenación, esto es absolutamente seguro. Dios nos prometió perdón de pecados si nos arrepentimos; pero que veremos la luz de un nuevo día esto no nos lo prometió. Por otra parte: la satisfacción  que Cristo hizo por nuestros pecados se concreta solo en un corazón verdaderamente contrito. Dice el profeta Isaías: “Son las iniquidades de ustedes las que los separan de su Dios” (Is 59:2). Pero al arrepentirnos volvemos a unirnos a él.

Entonces: Reconoce y deplora tus pecados, y experimentarás que Dios se reconcilia contigo gracias a los méritos de Cristo. “He disipado tus transgresiones” dice el Señor” (Is 44:22) así que nuestros pecados estaban registrados en el tribunal del juez supremo. “Aparta tu rostro de mis pecados” ruega el salmista (Sal 51:9), así que Dios pone nuestros pecados ante su rostro. “¿Cuándo, Señor te volverás hacia nosotros?” pregunta un acongojado Moisés (Sal 90:13), así que nuestros pecados nos tienen alejados de Dios. “Nuestros pecados nos acusan” gime el profeta Isaías (Is 59:12) nos acusan ante el tribunal de la justicia divina. “Lávame de toda mi maldad y límpiame de mi pecado” (Sal 51:2) ruega David, con lo que reconoce que nuestra pecaminosidad es una inmundicia que necesita que Dios lave y limpie. “Borraré de mi libro a quién haya pecado contra mí” dice el Señor (Éx 32:33), así que a causa de nuestros pecados seremos borrados del libro de la vida. “No me alejes de tu presencia” implora el autor sagrado (Sal 51:11) con lo que reconoce que nuestros pecados nos alejan del Señor y siguen diciendo: “No me quites tu Santo Espíritu” (Sal 51:11) con lo que indica que nuestros pecados expulsan al Espíritu Santo del templo de nuestro corazón. “Anúnciame gozo y alegría” es otro ruego del mismo salmista (Sal 51:8), lo que implica que sin la estimulante promesa de Dios, el pecado hace que nuestro corazón se vea invadido por una invencible desazón. “La tierra yace profanada, pisoteada por sus habitantes” exclama Isaías (Is 24:5) profanada por las iniquidades de quienes viven en ella, “A ti, Señor, elevo mi clamor desde las profundidades del abismo” reza el comienzo de un ‘Cántico de los peregrinos’ (Sal 130:1) por su impiedad, el pecador es arrojado a lo profundo del infierno - y pecadores somos todos. “Estábamos muertos en nuestras transgresiones y pecados” dice el apóstol (Ef 2:1) refiriéndose a nuestra vida ‘en otro tiempo;’ el pecado es, pues, equivalente a la muerte espiritual del alma. A raíz del pecado mortal, el hombre pierde a su Dios.

Dios empero es el bien muy por encima de todos los bienes; por lo tanto, perder a Dios es el mal muy por encima de todos los males. Así como Dios es el mejor de los bienes, el pecado es el peor de los males. Por otra parte, los castigos y las tribulaciones no son males verdaderos porque de ellos podemos derivar multitud de bienes. Más aún: el hecho de que en sí son bienes, se debe a que provienen de Dios; y “sabemos que Dios dispone todas las cosas para el bien de los que lo aman” (Ro 8:28). ¿Acaso el bien supremo, Cristo, no estuvo cargado de castigos y tribulaciones? Pero, como bien supremo, no puede tomar parte de algo que es un mal verdadero. Sin embargo: los males pueden conducirnos también a ese bien máximo que es la vida eterna. El camino de la humillación de Cristo lo condujo a su glorificación; así también “nos es necesario pasar por muchas dificultades para entrar en el reino de Dios” (Hch 14:22).

Entonces: el más grande de todos los males es el pecado, porque nos separa del más grande de todos los bienes. Cuánto más cerca estés de Dios, más lejos estarás del pecado, y viceversa: cuanto más cerca del pecado, más lejos de Dios. ¡Cuán saludable es por lo tanto el arrepentimiento, porque nos aparta del pecado y hace que retornemos a Dios! Ciertamente, nuestro pecado es tan grande como es grande Aquél a quien ofendemos por nuestro pecado. Pero por otra parte también nuestro arrepentimiento es tan grande como Aquél a cuyo lado nuestro arrepentimiento nos hace retornar.

Muchos son los que acusan al pecador: su conciencia que mancilló su Creador al que ofendió, la culpa en que incurrió con sus transgresiones, la creación que deterioró con su depredación, el diablo a cuyos impulsos cedió. ¡Cuán saludable es, en vista de todo esto, el arrepentimiento que nos libra de tantas y tan graves acusaciones! ¡Busquemos pues con todo afán un medicamento para semejante enfermedad! Si postergas tu arrepentimiento hasta que estés en el sepulcro, tus pecados se apartarán de ti, pero tú no te apartarás de tus pecados, sino que te seguirán. Será muy difícil dar con una persona que se arrepintió de veras en su última hora, excepto aquel criminal en la cruz. “Catorce años te serví,” le dijo Jacob a Labán (Gn 31:41); “llegó la hora de preocuparme por mí mismo”. Y después de haber servido por tanto años al mundo y a tu vida terrenal, ¿no crees que convenga empezar a preocuparte por tu alma? Día tras día amontonamos un pecado sobre otro; por eso el Espíritu tiene que lavarlos día tras día mediante nuestro arrepentimiento.

Cristo murió para hacer morir el pecado en nosotros; ¿cómo podemos entonces dejar que viva y domine en nuestro corazón aquello que el Hijo de Dios vino a extinguir por medio de su muerte? Cristo no entrará con su gracia en un corazón humano a menos que Juan el  Bautista le haya preparado el camino mediante el bautismo del arrepentimiento. Dios derrama el aceite de su misericordia sólo en un recipiente ya casi roto.

Como primera medida, Dios da muerte a nuestro corazón rebelde (Sal 2:6), para luego darnos vida mediante el consuelo del Espíritu Santo. Primero nos hunde en el dolor infernal causado por un serio arrepentimiento, para luego elevarnos al goce de su gracia celestial. Lo primero que Elías (1R cap.19) oyó fue un viento recio, tan violento que partió las montañas e hizo añicos las rocas; al viento le siguió un terremoto, y después un fuego. Pero a continuación del fuego vino un suave murmullo. Así también, al disfrute del amor de Dios le preceden los terrores de la conciencia y al consuelo le precede la tristeza. Dios no te vendará tus heridas sin que antes las hayas reconocido y lamentado. No perdonará tus culpas sin que antes las hayas confesado. No te declarará justo sin que antes te hayas declarado condenado. No te consolará sin que antes hayas caído en desesperación a causa de tu total indignidad.

¡Que Dios produzca en nosotros tal arrepentimiento sincero por obra de su Espíritu Santo!