Gracias te doy, Señor y Dios mío, por haber convertido mi corazón endurecido e impenitente, y por haber cambiado mi corazón de piedra por un corazón de carne (Ez 36:26). Tuve capacidad más que suficiente para caer, pero no tuve capacidad alguna para levantarme y arrepentirme sinceramente. Extraviarme sí pude por mí mismo, pero volver al buen camino sólo pude hacerlo gracias a ti. Así como el que trae malformación, y en que el seno materno no puede ser curado con remedios naturales sino únicamente por el poder divino, así mi alma, nacida con la inclinación a lo malo y las cosas terrenales, no pudo ser orientada hacia tu amor y las cosas celestiales por ningún poder humano sino únicamente por tu gracia. Yo pude desfigurarme terriblemente por medio de diversas transgresiones, pero solo tú pudiste restaurarme.

Tan poco como el etíope puede cambiar de piel o el leopardo quitarse sus manchas (Jer 13:23), tan poco pude yo hacer el bien, puesto que estuve habituado a hacer el mal. Conviérteme, y seré convertido (Jer 31:18). Yo me aparté, pero me arrepentí; al comprenderlo, me di golpes de pecho (Jer 31:19). Muerto estaba en pecados (Ef 2:1), y tú me devolviste la vida. Tanto como un muerto puede contribuir a su resurrección, tanto pude yo contribuir a mi conversión. Si tú no me hubieras atraído, yo jamás habría venido a ti (Jn 6:44); si tú no me hubieras despertado, siempre habría permanecido espiritualmente dormido. Si tú no me hubieras iluminado, jamás me habría sido posible verte. Antes, el cometer pecados me había causado placer, pero ahora, el haberlos cometido me causa vergüenza. Andar por la senda de la virtud me parecía sobremanera molesto; pero entretanto, tu espíritu cambió los pensamientos de mi carne corrupta.

Yo andaba perdido como una oveja (Is 53:6), pero tú, el buen pastor, me buscaste y me reintegraste a tu rebaño. Tardé largo tiempo en reconocerte a ti, la luz verdadera, porque la gran nube negra de mi vanidad me cubría los ojos y me impedía ver la luz de la verdad. Ofuscado, me movía a tientas en la oscuridad del pecado en dirección a las tinieblas perpetuas del infierno, pero tú, mi iluminador, me buscaste a mí, que no te busqué; me llamaste a mí, que no te llamé; me convertiste a mí, que te estuve dando las espaldas. Con voz potente dijiste: “¡hágase la luz en este corazón entenebrecido!” Y se hizo la luz y vi tu luz, y me di cuenta de mi ceguera.

Por esta tan inmerecida e inmensa bondad tuya alabaré tu nombre por los siglos de los siglos. Amén.