Apartémonos por algunos instantes de las cosas de este mundo y meditemos acerca de los misterios inherentes al  nacimiento de nuestro Señor. El Hijo de Dios descendió a nosotros desde el cielo a fin de que fuéremos adoptados como hijos (Gl 4:4,5), Dios se hizo hombre para que los hombres llegasen a tener parte en la naturaleza divina (2P 1:4). Cristo nació cuando la noche caía sobre la tierra, para dar a entender que el fruto de su encarnación se cosecharía no en esta vida terrenal sino en la vida eterna (Jn 4:36). Quiso nacer en los días del Cesar Augusto, amante de la paz, pues su misión era traer la paz con Dios para todo el género humano. Quiso nacer cuando Israel estaba dominado por una potencia extranjera, porque, como decía, “mi reino no es de este mundo” (Jn 18:36).

Nace de una virgen, con lo que indica que sólo puede ser concebido y nacer en corazones de quienes son como una virgen pura (2Co 11:2), es decir, que no aman al mundo y las cosas que hay en el mundo, sino que unidos en espíritu adhieren a Dios. Nace en santidad y pureza para poder santificar nuestra naturaleza impura y contaminada por el pecado. Nace de María, comprometida para casarse con José, para realzar así la dignidad del estado matrimonial instituido por Dios. Nace en la oscuridad de la noche el Señor de quien se dice que la “oscuridad se va desvaneciendo y ya brilla la luz verdadera” (1Jn 2:8). Nace en un pesebre el que es “verdadera comida” para nuestra alma (Jn 6:55). Nace en Belén (que significa: casa de pan) el que ha venido para alimentarnos ricamente con toda bendición espiritual (Ef 1:3). Es el primogénito y unigénito de su madre terrenal así como es según su naturaleza divina el primogénito y unigénito Hijo de su Padre celestial. Nace en pobreza para que mediante su pobreza nosotros llegáramos a ser ricos (2Co 8:9). Nace en una posada para poder asegurarnos un lugar en nuestra morada eterna.

Sólo un mensajero venido del cielo puede dar la noticia acerca de dones celestiales; viene del cielo porque en la tierra nadie era capaz de apreciar tal anuncio del milagro en toda su dimensión. Una multitud de ángeles del cielo alababan a Dios; pues ahora que el Hijo de Dios se hizo hombre, ellos pueden darnos la bienvenida en su ejército de bienaventurados. Los receptores de este anuncio del ángel fueron unos pastores, porque había llegado el verdadero Pastor de nuestras almas que habría de volver al buen camino a las ovejas descarriadas. A gente humilde y despreciada les traen “noticias que serán motivo de mucha alegría para todo el pueblo” (Lc 2:10) - pero de esa alegría sólo pueden participar los que son de corazón humilde, no los orgullosos que desprecian a los demás. Gente que pasaba la noche en el campo para cuidar sus rebaños (Lc 2:8) recibe la noticia del ángel, que es para los que la escuchan con un corazón despierto, no para los que están sumidos en el profundo sueño del pecado.

La multitud de ángeles alababa a Dios, pues los había entristecido sobremanera la caída de nuestro primer padre Adán. En el cielo luce la gloria del Señor y del Rey a quien los hombres de la tierra despreciaban por su aspecto pobre y humilde. “¡No tengan miedo!” dice el ángel, porque había nacido el que quitaría todo motivo para atemorizarse. “Miren que les traigo buenas noticias” sigue diciendo el ángel; es que con el nacimiento del Salvador termina la enemistad entre Dios y los hombres. A Dios en las alturas se le da la gloria que Adán le quiso arrebatar mediante su desobediencia a su mandamiento. Con este nacimiento se restableció la paz en forma efectiva; pues anteriormente, los hombres estaban en guerra con Dios, con su propia conciencia, y en conflicto consigo mismo. Ahora puede volver  a reinar la paz en la tierra, porque el que nos tenía como prisioneros quedaría vencido.

Vayamos pues con los pastores al pesebre de Cristo, es decir, a la iglesia. Allí encontraremos al niño envuelto en pañales, a saber, en las Sagradas Escrituras. Como María, guardemos todas estas cosas en nuestro corazón y meditemos acerca de ellas. Unamos nuestras voces al coro de los ángeles, alabemos a Dios dándole las gracias por su don inefable. Si ya los ángeles se alegran tanto a causa de lo que Dios hizo por nosotros, ¡cuánto mayor debe ser nuestra propia alegría “porque nos ha nacido un niño, se nos ha concedido un hijo”! (Is 9:6)

¡Cómo saltaron de júbilo los hijos de Israel cuando les fue devuelta el arca del Señor, (1S 6:16) que en sí no era más que una imagen anticipada, o una sombra, de la encarnación de nuestro Señor! Mucho mayor debe ser nuestro júbilo ahora que Jesucristo ha venido a nosotros en cuerpo humano (1Jn 4.2). Abraham se regocijo al pensar que vería el día del Señor (Jn 8:56), y se regocijó además cuando el Señor se le apareció por unos momentos en forma humana (Gn18:1). ¿Y no nos habríamos de regocijar también nosotros, ahora que el Señor adoptó en sí nuestra naturaleza humana mediante un pacto eterno e indisoluble?

Por todo esto, admiremos la gran bondad de Dios que decidió descender hacia nosotros, ya que nosotros no pudimos ascender a él. Admiremos su inmenso poder, que con dos naturalezas tan desiguales, la divina y la humana, pudo formar una unión tan íntima que ahora Dios y hombre son uno y el mismo. Admiremos la sin igual sabiduría de Dios, que solucionó el problema de nuestra redención cuando ni los ángeles ni los hombres veían solución alguna. El hombre había ofendido a Dios; ¿qué satisfacción podría ofrecerle? Por eso, Dios se hizo hombre para así ofrecer la santificación, el justo por pecadores, con un precio de rescate que sobrepasa todos los límites.

Admiremos la manera como la justicia de Dios se combina con su misericordia, algo que está más allá de nuestra capacidad de invención y de entendimiento. Lo que nos corresponde, pues, es la admiración, no la pregunta por el cómo; y reconocer: “¿Acaso hay algo imposible para el Señor?”