Oh Jesucristo, Hijo del Dios viviente, tú nos dices: “Si alguien quiere ser mi discípulo, tiene que negarse a sí mismo, tomar su cruz, y seguirme (Mt 16:24).” Crea en mí, te ruego, esta abnegación que me exiges, pues mis propias fuerzas no alcanzan para ello. Haz callar en mí la voz de mi propia voluntad y deseos, para que pueda escuchar tus divinas exhortaciones. Extirpa en mi corazón perezoso las raíces del amor propio para que puedan crecer allí las plantas del amor a ti. Extingue mis propios deseos a fin de que mi único deseo seas tú. Mi voluntad es cambiante y caprichosa. Por tanto, sométela a la voluntad tuya inmutable y eterna. Sólo cuando menguan en nosotros las fuerzas naturales, crecen las fuerzas que vienen de Dios, y se verá claramente que nuestras obras se han hecho en obediencia a él (Jn 3:21). Sólo cuando queda relegada a segundo plano la voluntad propia, la voluntad de Dios viene a ocupar el primer lugar. Según está escrito: “En él vivimos, nos movemos y existimos (Hch 17:28).” Por lo tanto, Señor, tú que eres la vida verdadera; haz morir en mí la propia voluntad, para que pueda nacer la vida conforme a la voluntad tuya.
Todo lo que en nuestro vivir sea grato a Dios, tiene que tener su origen en él mismo. A él tenemos que atribuir todo lo bueno. Él es la luz que ilumina nuestro entenebrecido corazón. Hagamos brillar esta nueva luz delante de todos, para que puedan ver las buenas obras nuestras y alabar al Padre que está en los cielos (Mt 5:16). Enciende en mi corazón, oh Cristo, Luz de luz, esta luz del entendimiento de que mi verdadera gloria ante ti consiste en negarme a mí mismo. Sé tú mi apoyo en mi fragilidad, mi fuerza en mi flaqueza. Hágase tu voluntad en esta tierra para que mi alma pueda hacerla un día en tu reino celestial. Aparta del camino mi amor y honor personales que podrían ser un estorbo para la venida de tu reino. Si todo lo bueno que hay en el hombre consiste en su amor a Dios, todo lo malo necesariamente tiene que consistir en su amor a sí mismo. La abnegación tiene la virtud de compartir lo suyo con los demás. El amor propio en cambio tiene el vicio de apoderarse de lo que es de los demás. Si a Dios se le debe toda la gloria, el gloriarse a sí mismo es un robo que se comete contra él. Destierra de mi actuar y pensar, oh Cristo, este vicio de buscar mi propia gloria. Amén.