Dios santo, Juez justo: en el monte Sinaí nos has dado tu ley con el propósito de que sea la guía para todas nuestras obras, nuestras palabras y nuestros pensamientos, lo que significa que todo cuanto no se ajuste a esta norma será considerado como pecado ante tu tribunal divino (1Jn 2:3, 3:4). Todas las veces que miro mi rostro en este claro espejo veo mi fealdad y me invade un espanto. A ti, Señor, debiera amar más que a todas las demás cosas, pero ¡cuántas veces amo al mundo (1Jn 2:15) más que a ti!

A nadie debiera temer más que a ti; sin embargo, ¡cuántas veces me hago partícipe de pecados, olvidándome de temerte a ti! Me pides que deposite mi confianza enteramente en ti; pero ¡cuántas veces desfallece mi corazón ante las adversidades, y lleno de dolor y angustia duda de tu providencia paternal! A ti, oh Señor, debiera obedecer de todo corazón; pero siempre de nuevo, mi carne se rebela contra la ley de la obediencia y me tiene cautivo en la prisión del pecado (Ro 7:23). Mis pensamientos debieran ser santos, y también santos y puros debieran ser mis deseos. Pero, ¡cuántas veces, pensamientos vanos e impíos perturban la paz de mi conciencia! Sólo a ti, Señor, debieran dirigirse las invocaciones de mi corazón; pero en muchos momentos de oración, mi espíritu comienza a divagar y a abrigar dudas en cuanto a la eficacia de su oración. ¡Cuán perezoso soy para orar, y además desanimado cuando tendría que estar lleno de confianza! ¡Cuántas veces, la única que ora es la lengua, cuando lo que Dios quiere es que lo haga en espíritu y en verdad (Jn 4:23)! Constantemente me olvido por completo de las abundantes bendiciones que a diario derramas sobre mí, en lugar de darte las gracias por todas ellas. ¡Con cuánta indiferencia suelo recibir tus innumerables dones, y cuán tibia es mayormente la devoción en mi corazón! Necesito tus dádivas, pero no se me ocurre alabarte a ti, el dador. Me conformo con permanecer a la orilla del arroyito sin empeñarme en buscar el manantial de donde surge. Tus palabras son espíritu y son vida (Jn 6:63) pero con frecuencia impido que den fruto (Mt 13:7) y destruyo en mí la obra del Espíritu Santo. Sucede también que apago en mí la chispa de un buen propósito en lugar de pedir, casi con angustia, que aumentes en mí el deseo de hacer el bien.

En compensación de estos pecados y todas mis demás faltas te ofrezco, Dios mío, la perfecta obediencia de tu Hijo, que durante los días de su vida en esta tierra te amó de todo corazón y en obediencia perfecta. En sus obras, palabras y pensamientos no fue hallada ni la más mínima mancha de pecado ni culpa alguna (Is 53:9). Mi carencia la suplo muy confiado con su plenitud. Por causa de tu amado Hijo ten compasión, Señor de tu pobre siervo. Amén.