A ti, señor, sea alabanza, la gloria, la honra y la acción de gracia (Ap 7:12), porque no sólo me aceptaste bondadosamente cuando me arrepentí, sino que me diste la fuerza para guardarme del mal, para andar en una vida nueva. ¿De qué serviría haber sido curado de una grave enfermedad, si al poco tiempo se produjese una recaída a un estado aún peor? ¿Y de qué serviría haber sido absuelto de los pecados, si no se nos concediera también la gracia de poder vivir como corresponde a un hijo de Dios? Tú, Oh Dios, al curar las heridas de mi alma, hiciste todo cuanto hace un médico concienzudo y experto: Mis heridas eras mortales; tú las sanaste mediante las heridas de tu Hijo. Era de temer que las heridas ya sanadas volvieran a abrirse; tú lo impediste por la gracia del Espíritu Santo, como con un ungüento curativo. ¡Cuántos son los que, tras haber obtenido la remisión de sus pecados, vuelven a las andanzas y reinciden en sus pecados predilectos, ofendiendo más y más al señor! ¡A cuántos de los que fueron liberados de la opresión del pecado los vemos retomar a su anterior esclavitud, y a cuántos de los que fueron sacados del Egipto espiritual los vemos mirar atrás hacia aquellas obras de carne (Éx 16:3)! Habiendo escapado de la contaminación del mundo por haber conocido a nuestro Señor y salvador Jesucristo, vuelven a encerrarse en ella y terminan en peores condiciones que al principio (2Pe 2:20). Por virtud de su conversión habían sido arrancados de los lazos de Satanás, pero por el engaño de otros espíritus más malvados fueron atrapados y retenidos de nuevo (Lc 11:26). Más les hubiera valido no haber conocido el camino de la justicia, que abandonarlo después de haber conocido el santo mandamiento que se les dio (2Pe 2:21). En su caso ha sucedido lo que acertadamente afirman estos proverbios: “El perro vuelve a sus vómitos,” y “la puerca lavada, a revolcarse en el lodo” (2Pe 2:22).

La misma suerte podría haber corrido yo, si por tu gracia poderosa y por la eficaz operación del Espíritu Santo no me hubiera preservado en una nueva vida. El mismo espíritu maligno que venció a aquellos, me atacó también a mí. El mismo mundo y la misma carne que engañaron a aquellos, me sedujeron también a mí. Tu gracia, y sólo ella, fue lo que me protegió contra sus ataques y me concedió las fuerzas necesarias para poder salir vencedor.  Tu poder se perfeccionó en mi debilidad (2Co 12:9). De ti provino el vigor espiritual con que pude dominar los violentos impulsos de la carne. Todo lo bueno que hay en mi tiene su origen en ti, fuente de la vida nueva, puesto que en la naturaleza mía no se encuentra más que pecado. Por lo tanto, todas las buenas obras que encuentro en mí las debo recordar como otros tantos dones de tu gracia. Por este don, inmerecido e inmenso, quiero darte gracias ahora y siempre. Amén.