El Señor, rico en bondad y misericordia, preparó un gran banquete (Lc14:16); pero para poder participar del mismo hay que traer un corazón hambriento. Nadie tiene una idea de la suculencia de este banquete; hay que probarlo y gustarlo. Pero nadie acude para probarlo y gustarlo si no tiene hambre. Y ¿qué es “llegar al banquete celestial”? ¡Creer en Cristo! Pero nadie puede creer en Cristo a menos que reconozca sus pecados, los deplore, y se arrepienta sinceramente de ellos. El arrepentimiento es un hambre espiritual del alma; y la fe es un comer espiritual. Cuando los israelitas murmuraron contra Moisés y Aarón en su marcha por el desierto, el Señor le dijo a Moisés: “Voy a hacer que les llueva pan del cielo.” (Éx 16:2,4) En el banquete del nuevo pacto, Dios nos da otro pan del cielo, a saber, su gracia y remisión de los pecados, y más aún: a su propio Hijo, “el pan de Dios que baja del cielo y da vida al mundo.” (Jn 6:33)

Pero el que quiere llenarse el estómago con la comida que se da a los cerdos (Lc 15:16), es decir con los ricos manjares que le ofrece el mundo, no siente deseos de gustar lo que se ofrece en el banquete del Señor. Al hombre exterior le parece raro el gusto del hombre interior. Dios da su maná en el desierto, vale decir, en un lugar donde el alma está lejos de toda comida terrenal y de toda consolación terrenal. Los que acababan de casarse no podían ir (Lc 14:20); a este banquete sólo van almas vírgenes, o sea, almas que no están ligadas con el diablo por sus pecados, ni con el mundo por sus concupiscencias. “Los tengo prometidos a un solo esposo, que es Cristo, para presentárselos como una virgen pura” dice el apóstol (2Co 11:2). Nuestra alma no debe hacerse culpable de un adulterio espiritual; pues esto impediría que Dios pueda contraer con ella un matrimonio espiritual.

Los que tenían ganas de ir a ver un terreno recién comprado tampoco querían venir (Lc 14:18); es que a aquellos que aman al mundo y lo que hay en él (1Jn 2:15), poco les interesa lo que hay en el cielo. Nuestra alma no va a este banquete tan misterioso si este banquete no le interesa. Un alma que se conforma con lo que le ofrece el mundo, no apetece las delicias celestiales. Cuando el joven rico oyó que para seguir a Cristo tendría que desprenderse de sus muchas riquezas, se fue triste (Mt 19:22). Cristo, el Eliseo celestial, sólo echa su aceite en las vasijas que están vacías (2R 4:4); así, Dios vierte su amor solamente en corazones que están vacíos de amor propio y amor al mundo. Donde está nuestro tesoro, allí estará también nuestro corazón (Mt 6:21); si consideras al mundo como tu tesoro, tu corazón estará en el mundo. El amor tiene la virtud de unir; si amas al mundo, llegas a ser uno con el mundo: el amor tiene también la virtud de transformar; si amas al mundo, te vuelves mundanal; pero si amas al cielo, te vuelves celestial.

Los que compran bueyes y se dedican a comercializarlos (Lc 14:19), tampoco vienen a Cristo. Y los que ponen su corazón en sus riquezas (Sal 62:10), no preguntan por las riquezas del cielo. La riqueza terrenal calma la sed del alma mediante satisfacciones aparentes para que no busque en Dios una satisfacción real y plena. Todas las riquezas del mundo son riquezas perecederas: oro y plata, casas, campos y demás. Pero ninguna criatura puede brindar riquezas imperecederas que satisfagan de verdad; porque el alma es más preciosa que todas las criaturas, cuya función exclusiva es servirle. Y toda la impotencia de las criaturas para satisfacer nuestros anhelos se revelará en la hora de la muerte; este es el momento en que todo lo creado, todo lo terrenal, nos abandonará.

Es extraño que confiemos tan ciegamente en las criaturas a pesar de que son tan poco confiables. Cuando Adán se apartó del mandato de Dios y comió del árbol del conocimiento del bien y del mal (Gn 3:24) fue expulsado del paraíso; y cuando nuestra alma se aparta de Dios y ve que las cosas creadas tienen buen aspecto y son deseables, (Gn 3:6) se le cierra el acceso al árbol de la vida. Pero ¿qué les queda a los que desprecian el banquete que Dios preparó? El mundo está por desaparecer (1Co 7:31), y con él, todos lo que aman el mundo y los que ponen en él su confianza. El Padre en los cielos jura que de su banquete quedarán excluidos todos los que dieron preferencia a sus bueyes, campos, mujeres, es decir, a todo lo terrenal y perecedero.

Pero después de este banquete no hay otro. Si has despreciado a Cristo, no te queda otra opción. De Dios nadie se burla (Gá 6:7). Cristo llama e insiste: “Vengan a mí todos ustedes que están cansados y agobiados, y yo les daré descanso.” (Mt 11:28). El que no quería escucharlo, tendrá que escucharlo cuando el Señor ordene: “Apártense de mí, malditos, al fuego eterno.” (Mt 25:4). Los habitantes de Sodoma fueron destruidos por el fuego (Gn 19:24) porque se opusieron tercamente a los consejos que Lot les dio; y el fuego de la ira de Dios, este fuego que no se apaga jamás, destruirá a todos los que rechazaron la invitación de asistir al banquete que se les trasmitió en las palabras del evangelio. Cuando llegó el novio las jóvenes cuyas lámparas no tenían suficiente aceite perdieron un precioso tiempo en tratar de reabastecerse; y cuando al fin llegaron, se cerró la puerta (Mt 25:10). Al que durante su vida terrenal no tiene el corazón lleno del Espíritu Santo, Cristo tampoco lo dejará pasar a la sala del banquete, sino que se le cerrará la puerta de acceso al perdón, a la compasión, al consuelo, a la esperanza, a la gracia y a las buenas obras.

Aún hoy suena esa voz interior con que Cristo nos llama: ¡Dichoso aquel que la escucha con atención! (Ap 3:20) A menudo Jesús llama a la puerta de nuestro corazón despertando allí ferviente deseos y suspiros anhelantes. Cada vez que sientas en tu corazón esas ansias de ser recibido en gracia, ten la certeza de que Jesús está llamando. ¡Déjalo entrar no sea que pase de largo y más tarde te cierre la puerta que da a su misericordia! Y cada vez que sientas en tu corazón una llamita de pensamiento de piadoso anhelo, ten la certeza de que fue encendida por el Espíritu Santo; ¡aviva esa llama para que crezca! ¡No apagues el espíritu (1Ts 5:19); no estorbes a Dios en su obrar!

Si alguno destruye el templo de Dios (1 Co 3:17), tendrá que contar con el severo juicio del señor. El templo de Dios empero es nuestro corazón; y si alguno no da lugar al Espíritu Santo que lo llama en su interior mediante la palabra, destruye este templo. En el pacto antiguo, solamente los profetas pudieron escuchar esta voz interior (2 Pe 1:21) con que Dios les hablaba. En el pacto nuevo en cambio todos los fieles verdaderos sienten el impulso interior del Espíritu Santo. ¡Bienaventurados los que escuchan esta voz y hacen lo que les indica!