Señor Jesús: al pensar en todo lo que sufriste por mí, se me llena el corazón de tristeza. No solamente no tengo con qué recompensártelo, sino que a menudo ni siquiera lo aprecio como debiera hacerlo. Siempre busco una forma de complementar tu obra con alguna obra propia, aún sabiendo que tu obra redentora es del todo perfecta y suficiente. Si pudiera hallar en mí mismo aunque sea un solo rasgo de justicia, la justicia tuya perdería su valor, o por lo menos, yo no desearía tan ansiosamente que llegara a ser también la justicia mía. Si yo tratara de respaldarme en las obras de la ley, esa misma ley me condenaría. Pero ahora sé que ya no estoy bajo la ley, sino bajo la gracia (Ro 6:14).
Haciendo un examen de mi vida, debo confesar como aquel hijo perdido: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no merezco que se me llame tu hijo” (Lc 15:21). Por favor: no me niegues el derecho a llamarme tu jornalero. Te ruego que no me prives del fruto de tu pasión, pues solamente la sangre que vertiste en la cruz es lo que puede salvar a mi alma de la condenación eterna. Los pecados siempre siguieron vivos en mí; te ruego: hazlos morir conmigo; y haz que el espíritu venza la debilidad de mi carne; que el hombre interior sea renovado en gloria cuando el hombre exterior vuelva a la tierra de la cual fue tomado (Gn3:19); que Satanás, en cuyas redes he caído tantas veces, al fin sea aplastado bajo mis pies (Ro16:20). El diablo no se cansa de acusarme; pero sus acusaciones se quedarán en la nada. La imagen de la muerte es aterradora; pero con esa misma muerte terminan todos mis pecados y se inicia una vida en justicia e inocencia perfectas.
Satanás trata de aterrorizarme acusándome por mis pecados; y bien: que acuse a Aquél que cargó con nuestras enfermedades y fue traspasado por nuestras rebeliones y molido por nuestras iniquidades (Is 53:4,5). Mi culpa es tal que no puedo pagar ni siquiera una parte de ella; pero confío en la riqueza y la bondad del que salió como mi garante. El me sacará de mi apuro y pagará lo que yo debo, ya que tomó como suya la deuda mía. Pequé, Señor, y mis pecados son muchos y graves. Pero no quisiera agregar además el más horrible de los pecados: decir que todas tus palabras, tus méritos tu juramento y lo demás que hiciste para saldar la deuda que contraje con mi iniquidad -que todo esto es mentira. ¡Gracias Señor! Pues ahora, mis pecados no me hacen temblar de miedo, porque tú eres mi justicia; tampoco me causa temor mi ignorancia, porque a ti, Dios ha hecho mi sabiduría (1Co 1:30); ni la muerte, porque tú eres mi vida; ni mis errores, porque tú eres mi verdad (Jn 14:6), ni que mi cuerpo sufra corrupción, porque tú eres mi resurrección; ni las aflicciones más dolorosas, porque tú eres mi alegría; ni la severidad del juicio, porque tú eres mi abogado.
Oh Señor, mi alma se muere de sed; confórtala con el rocío de tu consuelo. Mi espíritu languidece; pero tú harás que recobre vigor; mi carne se parece a hierba marchita; pero pronto reverdecerá. Llegará el día en que mi carne será presa de los gusanos; pero tú me la restaurarás, ya que prometiste librarme de todo mal. Tú me creaste-¿qué y quién podría destruir la obra de tus manos? Tú me libraste de todos mis enemigos-¿será la muerte el único enemigo al que no lograste vencer? Tu cuerpo y tu sangre con todo lo que posees, aún a tu propia persona, pusiste en la balanza para salvar mi alma-¿cómo podrá la muerte cuidarme algo que fue adquirido a tan alto precio?
Tú, Señor Jesús, eres la justicia; entonces, mis pecados no pueden ser más poderosos que tú; ni puede mi muerte ser más poderosa que tú, que eres la resurrección y la vida (Jn 11:25); tampoco Satanás puede ser más poderoso que tú, porque tú eres Dios. Tú pusiste tu Espíritu en mi corazón como garantía de tus promesas (2Co 1:22). He aquí mi gloria y mi victoria, y el firme fundamento de mi fe. No tengo duda alguna de que seré invitado a las bodas del cordero (Ap 19:7). En ti he sido bautizado, tú me has vestido con el traje de boda (Gá 3:27; Mt 22:11). A un traje tan precioso, yo no le quiero añadir como remiendo el paño sucio de mi propia justicia; pues ¿qué son todos nuestros actos de justicia sino trapos de inmundicia? (Is 64:6) Siendo esto así, ¿cómo podría yo atreverme a combinar mis harapos con el traje de gala de tu justicia? Con este traje de gala quiero comparecer ante tu rostro el día en que juzgarás al mundo con justicia (Hch 17:31) y cuando haga mi entrada en el reino celestial. Este traje cubrirá mi temor y mi vergüenza para que no sean recordados nunca jamás. Entonces podré encontrarme contigo en gloria y santidad y verte con mis propios ojos (lit. ´desde mi carne’) (Job 19:26) y esa gloria permanecerá por los siglos de los siglos.
Amén. ¡Ven, Señor Jesús!(Ap 22:20) Y el que te ama diga: ¡Sí, ven!