Dios eterno y compasivo: día a día pienso en la deuda de gratitud que tengo para contigo; porque no sólo me diste cuerpo y alma, sino que además me colmaste de muchos y diversos dones espirituales, físicos y materiales.
Tú, sabiduría suprema, instruyes en el saber a todo el mundo (Sal 94:10). Por lo tanto, los valiosos conocimientos que tengo me sirven de confirmación de que disfruto de tu sobreabundante bondad. Sin tu luz, mi mente está entenebrecida. Sin tu gracia, mi voluntad está como paralizada. Todo el entendimiento, toda la prudencia que hay en mí son dones tuyos. El ojo del espíritu es la prudencia, el ojo de la prudencia es la gracia divina. Nuestro saber lo adquirimos ya sea de la luz de la naturaleza, o de la revelación de la palabra. Y de ti, luz del eterno saber, viene la iluminación de la naturaleza; de ti viene también la revelación de la palabra. Así, pues, todo cuanto sabemos es un regalo de tu bondad.
En tus manos, oh fuente inagotable de vida, están todos mis días; tú los tiene todos contados. Tú, salud eterna, eres mi salud y el vigor de mi cuerpo. No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios (Mt 4:4). Por consiguiente, no es sólo el pan lo que mantiene sano y robusto al hombre, ni tampoco son sólo los medicamentos los que lo protegen contra las enfermedades, sino que es, más que nada, la palabra que sale de la boca de Dios. La tranquilidad de ánimo fomenta el bienestar del cuerpo; la verdadera piedad produce serenidad de la conciencia. De ti, bien supremo, viene toda piedad verdadera, imperturbable tranquilidad de ánimo, y el satisfactorio bienestar del cuerpo.
Los bienes materiales que poseo se los debo todos a tu bondad providencial. No merezco ni siquiera un pedacito de pan; mucho menos los tantos bienes terrenales de que tan abundantemente me provees. La gente habla de bienes de la fortuna, pero en realidad son bienes gratuitos, es decir, de tu gracia. Hay más dicha en dar que en recibir, dice el señor Jesús (Hch 20:35). Tú me has hecho partícipe de esta dicha concediéndome una rica cosecha de bienes materiales, que me permite socorrer a mi prójimo en sus necesidades. Sin duda, tal fue el propósito con que me hiciste mayordomo de estos bienes (Ef 4:28). De ti, fuente de todo bien, brotan las tranquilas aguas que me infunden nuevas fuerzas (Sal 23:2,3). Lo que soy, lo que poseo, lo que comparto, todo esto, lo reconozco agradecidamente, lo recibí de tus manos. ¡Alabado seas, Señor, por tu gran piedad! Amén.