¡Cuán grande es mi deuda de gratitud, Jesús amado, por haber cargado con el castigo que mereció mi pecado, junto con toda clase de padecimientos: hambre, sed, frío, fatiga, desprecio, persecución, dolores, indigencia, cadenas, azotes, espinos, y hasta la amarga muerte en la cruz!

¡Cuán ardiente es la llama de tu amor que te impulsó a sumergirte voluntariamente en este mar de padecimientos, y todo por mí, el siervo más miserable y desagradecido! Tu inocencia y tu justicia te eximió de todo sufrimiento, pero tu inmenso amor te convirtió en deudor y culpable en lugar nuestro. Yo había cometido iniquidades, pero tú pagaste, tú sufriste el castigo. Oh Jesús bondadoso, grande es tu entrañable misericordia (Lc 1:78) y tu fervoroso amor. Es evidente que me amas más que a ti mismo, porque te has entregado a ti mismo por mí. ¿Qué tenías que ver tú, el totalmente inocente, con la sentencia de muerte, el más apuesto de los hombres (Sal 45:2) con los escupitajos, el justo con los azotes?

Todo esto lo tendría que haber sufrido yo, pero tú, por tu amor sin igual, desciendes a la cárcel de este mundo, tomas la naturaleza de siervo y te sometes de buena voluntad a los castigos que yo había merecido. Tu fuiste traspasado por nuestras rebeliones, y gracias a tus heridas fuimos sanados (Is 53:5). Por mis maldades, el Padre celestial tendría que haberme expulsado de su presencia; pero por causa de mí, tu prorrumpes en el desesperado grito: Dios mío, Dios mío, ¿porqué me has desamparado (Mt 37:46)? Yo tendría que haber sido atormentado por la eternidad por Satanás y sus huestes infernales; tú empero te entregas, por amor a mí y en mi lugar, a los secuaces de Satanás que te torturan y te clavan en la cruz.

Incontables son tus padecimientos; no menos incontables son las demostraciones de tu amor hacia mí; pues mis pecados son las ataduras, los azotes y las espinas que soportaste pacientemente por culpa mía. No satisfecho con haber tomado naturaleza de siervo, tu amor se mostró en forma aún más evidente mediante los tantos y tan atroces dolores de tu alma y de tu cuerpo. ¿Quién soy yo, Señor todopoderoso, que en lugar del siervo desobediente pasaste por tantos años de servidumbre, y no titubeaste en morir en la infame cruz como sustituto del vil esclavo del pecado? Derramaste tu vida hasta la muerte, pero tu castigo es nuestra paz (Is 53:5).

Por este, tu inmenso amor, Señor Jesús, único salvador y mediador mío, te cantaré alabanzas por toda la eternidad. Amén.