Gracias sean dadas a Dios por haber implantado en nosotros la fe, la fe que a su vez nos implanta en Cristo, nuestro Salvador como es una vid, de modo que de él extraemos vida, justicia y bienaventuranza, como él mismo lo dice: “Yo soy la vid y ustedes son la ramas. El que permanece en mí, y yo en él, dará mucho fruto” (Jn 15:5). Adán cayó de la gracia de Dios, y a causa de su falta de fe perdió la imagen divina; nosotros empero somos recibidos nuevamente en la gracia, y la imagen de Dios comienza a ser restaurada en nosotros por medio de la fe. Por fe, Cristo habita en nosotros (Ef 3:17). Mas donde está Cristo, allí está la gracia de Dios. Y donde está la gracia de Dios, está la herencia de la vida eterna. “Por la fe Abel ofreció a Dios un sacrificio más agradable que el de Caín” (Heb 11:4); así también por la fe nosotros ofrecemos a Dios sacrificios espirituales, a saber, el fruto de los labios que confiesan su nombre (Heb 13:15).
“Por la fe Enoc fue sacado de este mundo” (Heb 11:5); así también la fe nuestra nos saca de la comunidad humana y nos lleva ya en esta vida presente a la comunidad de los que habitan en el cielo; porque ahora Cristo vive en nosotros, y con él también la vida eterna, si bien todavía “escondida en Dios” (Col 3:3). “Por la fe Noé construyó un arca” (Heb 11:7); así también nosotros entramos por la fe en el arca de la iglesia donde hallamos un refugio para nuestras almas, mientras todas las demás almas perecen en el amplio mar del mundo. Por la fe Abraham (Heb 11:8) salió de la tierra idólatra; así también nosotros salimos de este mundo, por vía de la fe dejamos atrás a padres, hermanos y familiares, y seguimos a Cristo que nos llama por su palabra. Por la fe Abraham fue extranjero en tierra extraña, esperando la tierra de promisión; así también nosotros esperamos por fe la nueva Jerusalén (Ap 21:2) que Dios nos ha prometido. Extraños somos y peregrinos (Sal 39:13) en esta tierra, con los ojos de la fe puestos en nuestra patria celestial.
“Por la fe Sara recibió fuerza para tener a su hijo Isaac” (Heb 11:11) a pesar de su edad avanzada; así también nosotros, aunque muertos espiritualmente, recibimos fuerza para “tener” espiritualmente a Cristo; porque así como Cristo fue concebido en el seno de la virgen María, así nace a diario en forma espiritual en el alma del creyente, y ésta se conserva limpia de la corrupción del mundo. “Por la de Abraham ofreció a Isaac, su hijo único” (Heb 11:17); así también hacemos morir y ofrecemos por fe el albedrío propio, hijo predilecto de nuestra alma. Pues “si alguien quiere ser un discípulo de Cristo, tienen que negarse a sí mismo” (Mt 16:24), es decir, tiene que despedirse de su voluntad propia, de propio prestigio, de su amor propio. “Por la fe Isaac bendijo a Jacob” (Heb 11:20); así también nosotros llegamos a gozar de todas las bendiciones divinas por la fe; pues por medio de la descendencia de Abraham, es decir, por medio de Cristo, habían de ser bendecidas todas las naciones del mundo (Gn 22:18). “Por la fe José, al fin de su vida, se refirió a la salida de los israelitas de Egipto y dio instrucciones acerca de sus restos mortales (Heb 11:22); así también nosotros esperamos por la fe el momento en que salgamos del Egipto espiritual, vale decir, de este mundo, y que nuestro cuerpo mortal entre en la inmortalidad.
“Por la fe Moisés, recién nacido, fue escondido por sus padres durante tres meses” (Heb11:23); así también nuestra fe nos esconde de la tiranía de Satanás hasta que seamos trasladados al palacio real de Dios y elevados al rango de reyes espirituales. “Por la fe Moisés prefirió ser maltratado con el pueblo de Dios, a disfrutar de los efímeros placeres del pecado” (Heb11:25); así también la fe que habita en nosotros nos incita a despreciar la gloria, el renombre, las riquezas y los placeres que este mundo puede ofrecernos, y preferir el oprobio por causa de Cristo, a disfrutar de los tesoros del mundo. “Por la fe Moisés salió de Egipto sin tenerle miedo a la ira del rey” (Heb11:27); así también nuestra fe nos da el coraje para no tenerle miedo a Satanás y sus amenazas, y para seguir confiados al llamado de Dios.
“Por la fe Israel celebró la Pascua” (Heb 11:28), y así lo hacemos también nosotros, por la fe. Pues también nosotros tenemos nuestro “Cordero pascual, Cristo, que ya ha sido sacrificado”(1Co-5:7); “su carne es verdadera comida, y su sangre es verdadera bebida” (Jn-6:55). “Por la fe el pueblo de Israel cruzó el Mar Rojo” (Heb 11:29), así también nosotros cruzamos por la fe el mar de este mundo. “Por la fe cayeron las murallas de Jericó” (Heb 11:30), así también nosotros destruimos por la fe todos los baluartes de Satanás (2Co 10:5). “Por la fe la prostituta Rahab no murió” (Heb 11:31); así también quedaremos a salvo cuando todo este mundo se venga abajo. “Por la fe nuestros padres conquistaron reinos, hicieron justicia y alcanzaron lo prometido; cerraron bocas de leones y apagaron la furia de las llamas” (Heb 11:33,34); así también por la fe destruimos el reino de Satanás, escapamos de la furia del león infernal, y quedamos protegidos del fuego eterno.
Pero la fe es más que una mera sensación, o una confesión. Es un vivo y efectivo aferrarse al Cristo tal como nos lo presenta el evangelio. Tener fe significa estar plenamente convencido de la realidad de la gracia divina, tener paz del corazón que surge de esta convicción y que se funda en el mérito de Jesús. Esta fe brota de la semilla de la palabra divina, porque fe y Espíritu Santo están unidos; la palabra a su vez es la portadora del Espíritu Santo. Es sabido que la naturaleza de un fruto está determinada por la naturaleza de la semilla; y como la fe es un fruto divino, debe haber también una semilla divina, a saber, la palabra. Así como en la Creación, la ley fue producida por la palabra de Dios - “Dijo Dios”: ¡Que exista la luz! “y la luz llegó a existir”- (Gn 1:3) así también la luz de la fe es producida por la luz de la palabra de Dios. “En tu luz podemos ver la luz” dice el salmista (Sal 36:9).
Por cuanto la fe nos une a Cristo, también hace nacer en nosotros toda suerte de virtudes. Donde hay fe, también está Cristo; donde está Cristo, también hay vida en santidad, a saber, verdadera humildad, verdadera mansedumbre, verdadero amor. Cristo y el Espíritu Santo no admiten ser separados el uno del otro; donde está el Espíritu Santo, está también la verdadera santidad. Por ende: donde no existe una vida en santidad, tampoco existe el Espíritu de santificación; y donde no está ese espíritu, tampoco está Cristo; y donde no está Cristo, tampoco puede haber fe verdadera. Cualquier rama que no extrae su savia vital de la vid (Jn 15:4) no la podemos tomar como unida a la vid. De igual manera, aún no estamos unidos enteramente a Cristo por medio de la fe mientras no extraigamos de él nuestra “savia vital.” La fe es como una luz espiritual; por ella son iluminados nuestros corazones; y de ella parten también rayos en forma de buenas obras. Pero donde no se ven esos rayos de luz espiritual falta también la verdadera luz de la fe.
Obras malas son obras de la oscuridad (Ro 13:12); la fe empero es una luz. Pero ¿qué comunión puede tener la luz con la oscuridad? (2Co 6:14). Obras malas son una semilla sembrada por el enemigo, Satanás (Mt 13:25). La fe en cambio es una semilla sembrada por Cristo. Pero ¿qué armonía tienen Cristo con el diablo? (2Co 6:15). La fe purifica nuestros corazones (Hch 15:9); pero ¿cómo se puede hablar de pureza interior del corazón cuando por fuera aparecen palabras y obras impuras? La fe es nuestra victoria que vence al mundo (1Jn 5:4); pero ¿cómo puede haber verdadera fe donde la naturaleza pecaminosa vence al espíritu y lo toma prisionero, por decirlo así? Teniendo fe tenemos a Cristo, y en Cristo tenemos la vida eterna; pero ninguna persona impenitente, ninguna que persiste en su mal obrar tiene parte la vida eterna. Por lo tanto tampoco puede tener parte en Cristo, ni tampoco en la fe.
¡Oh, enciende en nosotros, Señor Jesús, la luz de la verdadera fe, para que por esa fe podamos llegar a ser herederos de la vida eterna!