Dios eterno y misericordioso, Padre, Hijo y Espíritu Santo: gracias te doy porque mediante el lavado del santo bautismo me has limpiado de todos los pecados, me has hecho beneficiario de tu pacto de la gracia y me has declarado heredero de la vida eterna.

Reconozco como don tuyo el hecho de haber nacido de padres cristianos y de haber sido llevados por ellos a esta celestial fuente de salud, que es el bautismo. ¡Cuántos miles de niños nacen en un ambiente no cristiano, y mueren en sus pecados sin este sacramento salutífero! No fue por el azar de la naturaleza que yo quedara fuera de este mundo de desdichados, sino por tu gracia soberana. Estuve unido a ellos por ser partícipe de su culpabilidad, pero separado de ellos por ser partícipe de tu gracia. Grande, inmensamente grande es tu bondad con que hallaste al que no te había buscado, escuchaste al que no te había pedido, y abriste al que no había llamado (Mt 7:7). Esta compasión tuya sobrepasa todo lo que podamos decir en tu loor y admiración.

Tu santo nombre fue invocado sobre mí al ser bautizado (Mt 28:19), con lo que fui agregado a la familia de los bienaventurados como hijo del Padre celestial, hermano de Cristo y templo del Espíritu Santo. Sagrado y celestial es este lavamiento; esto hace que en él fuese limpiado de todas mis impurezas. Es un lavamiento de la regeneración y de la renovación (Tit 3:5); así que mediante el mismo fui regenerado y renovado por la gracia del Espíritu Santo. Todo lo que Cristo, Mi Salvador, logró por virtud de su sin igual obediencia y el derramamiento de su preciosa sangre, lo depositó en el sacramento del bautismo. Bautizar significa, por lo tanto, rociar con la sangre de Cristo; y esta sangre me limpia de todo pecado (1Jn 1:7) y me hace quedar más blanco que la nieve (Sal 51:7). En el bautismo, Dios eterno, hiciste conmigo un pacto eterno, al cual siempre podré retomar mediante un serio y sincero arrepentimiento.

Tú me has hecho tu esposa para siempre, y me has dado como dote el derecho y la justicia, el amor y la compasión (Os 2:19). En el bautismo me diste el sello del Espíritu Santo (Ef 1:14). Por esto no me alejarás de tu presencia (Sal 51:11), sino que me invitarás a participar de las bodas celestiales, porque fiel es tu promesa. Así como al ser bautizado Cristo, mi mediador, se abrió el cielo (Mt 3:16), así al ser bautizado yo, se me abrió la puerta del paraíso. Al ser bautizado Cristo, se mostró sobre él el Espíritu Santo y se oyó la voz del Padre que decía: “Éste es mi Hijo amado”, así yo, gracias a la comunión en el mismo bautismo, fui aceptado como hijo de Dios.

¡Gracias, Dios mío, por este don maravilloso! Amén.