Te doy gracias, omnipotente y misericordioso Dios, por haberme preservado milagrosamente desde el primer día de mi vida. Nada traje a este mundo (1Ti 6:7) pero tu bondad me proveyó de vestimenta. Hambriento llegué a esta tierra, y hasta el día de hoy me diste comida en abundancia. En ti vivo, me muevo y existo (1Ti 6:7); sin ti vuelvo a caer en el vacío y muero. En ti muevo mis miembros, sin ti no tengo vida ni movimiento.
Tuyo es el sol (Mt 5:45) que me da la luz que diariamente alegra mis ojos; tuyo es el aire que respiro, tuyo también es día y la noche con su alternación, necesaria para mi trabajo y mi descanso; tuya es la tierra de cuyos frutos me alimento; tuyos son todos los seres que has creado en el cielo, en el aire, sobre la tierra y en el mar, y que destinaste al servicio y uso míos; tuya es la plata y tuyo el oro (Hag 2:8). A diario me provees de todo lo que mi cuerpo y mi vida necesitan; todo proviene de tu mano generosa.
¡Cuánta bondad mostraste para con el género humano! Todo lo que has creado en su momento fue para el provecho del hombre, y todo lo sostienes aún para su bien. Todos los cuidados que brindas a las criaturas me los brindas a mí, puesto que por causa mía las has formado, cada una con un propósito determinado. Algunas sirven para que me obedezcan; otras, para que me sirvan de alimento; otras, para que me vistan; otras, para que curen mis enfermedades; pero todas, para que me instruyan acerca de tu sabiduría. ¿Quién podría enumerar las diversas sustancias alimenticias que has hecho brotar y sigues haciendo brotar de la tierra para nutrirnos, o las plantas con que podemos curar nuestros males, o las especies de animales que pusiste a nuestro servicio para diversos fines?
Gloria y honor eternales a ti, que eres el creador y preservador de todas las cosas. Sin ti, el sol verdadero, yo me desvanecería como una sombra; sin ti, la vida verdadera, yo moriría al instante. A ti, sólo a ti, debo mi existencia entera. Por tanto, para ti viviré, a ti te seguiré, ahora y por la eternidad. Amén.