Bondadoso Señor, que con tu tolerancia y tu paciencia quieres llevarnos al arrepentimiento (Ro 2:4): dame una rica medida de longanimidad y mansedumbre. En mi corazón estalla una llama de cólera cada vez que mi prójimo me causa un leve daño. Te ruego humildemente: envía a mi corazón a tu Espíritu Santo para que sofoque este fuego devastador ¡Cuántas palabras hirientes, golpes duros y castigos aún más duros soportó tu Hijo amado por causa mía!, pero cuando proferían insultos contra él, no replicó con insultos, sino que se entregaba a aquel que juzga con justicia (1P 2:23). Me pregunto: ¿qué soberbia es ésta, y qué terquedad, que hace que yo, mísero mortal, polvo y ceniza (Gn 18:27) no soy capaz de restar importancia a una palabrita que me molesta, ni de vencer las ofensas de mi prójimo con mansedumbre de corazón? “Aprendan de mí, pues soy apacible y humilde de corazón” (Mt 11:29) dice Cristo, el Señor. Te suplico inscríbeme en la escuela del Espíritu Santo para que él me enseñe qué es la mansedumbre verdadera. Diariamente te ofendo con múltiples pecados, y necesito diariamente que me los perdones. Por lo tanto, ¿cómo podría yo, que soy hombre con muchas imperfecciones, guardar rencor a otro hombre y al mismo tiempo pretender que tú, el Dios perfecto, Señor del cielo y de la tierra, me beneficies con tu gracia perdonadora? ¿No sería la mayor de las insensateces mostrarme implacable con mis semejantes y sin embargo, esperar que tú no me imputes mis transgresiones? Si yo no estoy dispuesto a perdonar a mi prójimo que me ofendió, tampoco puedo esperar perdón para las ofensas mías (Mt 18:33).

Por eso te ruego, Dios clemente y de gran bondad: dame un espíritu de paciencia y longanimidad para no reaccionar con violencia ante cualquier ofensa de parte de mi prójimo. Ayúdame a vencer cuanto antes a este enemigo de mi alma, si me dejé sorprender por él a causa de mi debilidad. ¡Que no deje que se ponga el sol estando yo aun enojado (Ef 4:26)! ¡Que no me atrape el sueño con el corazón lleno de rencor, no sea que el sueño me entregue a su hermano, la muerte! Si quiero perseguir a un adversario con mi venganza, ¿por qué no a ese adversario que es mi enojo, que sin duda es el peor de mis adversarios, ya que mata mi alma y me somete a la muerte eterna?

Haz que también refrene mi lengua de hablar el mal (1P 3:10) y dame la prudencia que tanta falta me hace para que mis palabras u obras no resulten hirientes para mi prójimo. Concédeme, Jesús bondadoso, que yo siga en tus pisadas amando con sinceridad y mansedumbre a mis semejantes. Amén.