Serio, muy serio, alma mía, es el peligro en que te hallas a diario por culpa de tu adversario el diablo. Es un enemigo que ataca cuando menos lo piensas, poderoso, astuto, incansable y capaz de adoptar las más diferentes formas y métodos.

Primero nos induce a múltiples fechorías, y habiendo logrado su propósito, nos acusa ante el tribunal divino. Acusa a Dios ante los hombres, a los hombres ante Dios, y a los hombres entre sí. Estudia los puntos débiles de cada uno, y luego le tiende sus redes. Y tras  su primera victoria sigue acometiéndonos una y otra vez, tratando de vencernos por cansancio o descuido si ve que no nos puede vencer con la violencia de sus tentaciones. Si se atrevió a cercarse con su astucia nada menos que al Señor de la gloria (Mt  4:3),  ¿no intentará hacer lo mismo con nosotros? ¿Cómo dejará en paz a un simple cristiano, si ha podido zarandear a los apóstoles de Cristo como si fueran trigo? (Lc 22.31) Sedujo a Adán antes de la caída de éste (Gn 3:2-5),  ¿y no nos seducirá a nosotros después de la caída? Engañó a Judas, el discípulo de Jesús, ¿y no nos engañará a nosotros, discípulos de maestros de este mundo que nos enseñan los más diversos errores?

Es innegable: en todas partes y en cualquier circunstancia nos amenaza el diablo con sus artimañas. Si nos va bien, intenta llevarnos a la soberbia; si nos va mal, trata de hacernos caer en desesperación. Al ahorrativo busca inclinarlo al despilfarro, y al de espíritu valiente, a la ira y violencia. Si ve a una persona que le parece de carácter más bien alegre, la incita al desenfreno; al piadoso trata de convertirlo en fanático, y entre los amigos siembra la cizaña de la discordia.

Sus invitaciones al mal obrar las minimiza con la ponderación de la longanimidad de Dios. Y si logró que una persona se asustara por haber caído en pecado, la tortura hablándole de la implacable justicia divina. Primero busca que la gente se sienta muy segura y confiada, y luego procura que se hunda en la desesperación. A persecuciones desde el entorno las hace alternar con ardientes tentaciones en el corazón. Sus ataques son a veces abiertos y violentos, y otras veces disimulados y arteros. Siempre intenta convertir lo blanco en negro: apetito normal en gula, matrimonio en libertinaje, laboriosidad en haraganería, conformidad en envidia, gobernar en tiranizar, censurar en odiar, sensatez en altivez; nos llena el corazón de malos pensamientos, y la boca de vana palabrería; en estado despierto nos induce a cometer faltas, y al estar durmiendo nos envía sueños aberrantes.

Bien dice por lo tanto el apóstol Pedro: “Practiquen el dominio propio y manténganse alerta. Su enemigo el diablo ronda como león rugiente, buscando a quién devorar.” (1P 5:8) Si vieses que se viene abalanzando contra ti un león enfurecido, sin duda casi te morirías de miedo. Y si oyes que te viene persiguiendo el león infernal, ¿te parece que puedes seguir durmiendo con toda tranquilidad? Por lo tanto, ten presente el gran poder que tiene tu adversario, y busca defenderte con armas espirituales. Cíñete con el cinturón de la verdad, y protégete con la coraza de justicia (Ef 6:14). Ponte el manto de la justicia perfecta de Cristo, y estarás al abrigo de las tentaciones del diablo. Refúgiate en las heridas de Cristo cada vez que te ves amenazado por los proyectiles del adversario cruel. El que cree de verdad, está en Cristo (Jn 17:21);  y así como el príncipe de este mundo no tiene ningún dominio sobre Cristo (Jn 14:30), tampoco tiene dominio sobre los que creen de verdad.

Mantente calzado con la disposición de proclamar el evangelio de la paz (Ef 6:15). Confiesa a Cristo delante de los hombres con voz bien clara, y no te podrá herir ninguna embestida del diablo. Una confesión valiente hará huir a la vieja serpiente. Toma el escudo de la fe, con el cual puedes apagar todas las flechas encendidas del maligno (Ef 6:16). La fe, aun la fe pequeña, puede trasladar montañas (Mt 17:20): las montañas de la duda, de la persecución, de la tentación. Los hijos de Israel que habían untado el dintel de su casa con la sangre del cordero de la Pascua no fueron tocados por ninguna plaga destructora (Éx 12:13). Así, el ángel exterminador no podrá dañar a los que tienen su corazón rociado con la sangre de Cristo. La fe tiene por fundamento las promesas de Dios. Este fundamento resiste todas las arremetidas de Satanás; entonces, Satanás tampoco podrá derribar nuestra fe. La fe es la luz del alma, esta luz nos permite detectar con facilidad las maquinaciones del espíritu perverso. Gracias a la fe, todos nuestros pecados son arrojados al fondo del mar (Mi 7:19),  donde se apagaran también las flechas encendidas del maligno. Tenemos que tomar asimismo el casco de la salvación (Ef 6:17), es decir, armarnos de una firme esperanza.

Dios nos dará también una salida a fin de que podamos resistir (1Co 10:13). Él es el que nos guía en la batalla, y con él venceremos. Donde no hay un enemigo, no hay lucha; donde no hay lucha, no hay victoria; donde no hay victoria, no hay fiesta triunfal. Mejor es una lucha que nos acerca más a Dios, que una paz que nos aleja de él. Es preciso, además, que empuñemos la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios (Ef 6:17). Las consolaciones de las Escrituras son incuestionablemente más poderosas que las contradicciones de nuestro adversario. Cristo venció todas las tentaciones del diablo con “la palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4:4), y lo mismo rige también para nosotros. Finalmente puedes contar también con la oración como la ayuda más eficaz contra las tentaciones. ¡Cada vez que las olas de la tentación amenacen con hacer zozobrar la barca de tu alma, despiértalo a Cristo con tu oración! (Mt 8:2). A un enemigo visible se lo derrota golpeándolo; al enemigo invisible empero, orando con fervor.

¡Oh Señor Jesús, lucha tú por nosotros, y en nosotros, para que también venzamos contigo! Amén.