Dios omnipotente, eterno y misericordioso: humildemente te imploro que me concedas la gracia de una paciencia genuina y sincera. Mi naturaleza corrupta siempre tiende hacia lo que le parece agradable, o sea, los deseos pecaminosos que combaten contra el alma, (1P 2:11) pero se niega a soportar pacientemente las contrariedades. Oh Señor, reprime en mí esa inclinación hacia lo malo y da a mi debilidad el apoyo de la paciencia. Oh Cristo Jesús, maestro y luminoso ejemplo de paciencia y obediencia, enséñame por medio del Espíritu Santo a negarme a mí mismo y tomar mi cruz (Mt 16:24).

Las cargas que tú llevaste fueron mucho más pesadas que las que me impones a mí; la gravedad de mis pecados excede con creces la severidad de tu castigo. Te hiciste poner una corona de espinas, cargaste con la cruz, tu sudor era como gotas de sangre que caían a la tierra (Lc 22:44). Por causa mía has pisado el lagar de la ira divina (Is 63:3). Pues entonces: ¿por qué habría de negarme yo a cargar pacientemente con una porción tan pequeña de dolor y sufrimiento? ¿Por qué habría de negarme a que mi vida se asemeje a la imagen de tu pasión? Tú bebiste de un arroyo de tormentos junto al camino, ¿y yo me negaría a beber apenas un sorbo del cáliz de la cruz? Con mis pecados he merecido un castigo eterno; ¿por qué no aceptar entonces una reprensión paternal en el tiempo presente?

A los que tú conociste de antemano, también los predestinaste a ser transformados según la imagen de tu Hijo (Ro 8:29). Esto quiere decir: si yo me negara a soportar con paciencia tal transformación, me opondría con ello a tu plan eterno con respecto a mi salvación, ¡No permitas, Señor, que tu siervo indigno se haga culpable de semejante rebeldía! Las pruebas a que tú me sometes son para probarme, no para rechazarme. Muchas son las tribulaciones que me haces sufrir, pero muchas son también las horas serenas que levantan mi ánimo. Lo que va en aumento no es la reprensión, sino la consolación. Yo sé que en nada se comparan los sufrimientos actuales con la gloria que habrá de revelarse en nosotros (Ro 8:18). Sé también que tú estarás conmigo en momentos de angustia (Sal 91:15). Por cierto, mi alegría por tu presencia confortante debiera ser mucho mayor que mi lamento por las dificultades por las cuales me haces pasar.

Condúceme por el camino que tú dispongas, Guía y Maestro mío. Te seguiré por asperezas y malezas; sólo dame tu mano para que no desmaye ni me pierda. Inclino mi cabeza, ponme la corona de espinas, en la segura esperanza de que un día me declaras la corona de la vida (Ap 2:10). Amén.