¡Cuán grande es, oh alma mía, la gracia de Dios que ordenó que sus ángeles te cuiden en todos tus caminos! (Sal 91:11) El Padre celestial envía a su Hijo para redimirnos; el Hijo de Dios se hizo hombre para salvarnos; el Espíritu Santo viene con la misión de santificarnos, y los ángeles reciben la orden de cuidarnos. Se podría decir, entonces, que todo el reino de los cielos se pone a nuestra disposición con sus dones y bendiciones.

Ya no me sorprende, pues, que todas las criaturas inferiores hayan sido creadas por causa del hombre, cuando los mismos ángeles, criaturas muy superiores, no tienen reparos en servirnos. ¿Qué hay de extraño en el hecho de que el cielo nos sirva de día con su luz para que podamos trabajar, y de noche con su oscuridad para que podamos descansar? ¡Si hasta los que habitan en el reino de los cielos nos ofrecen sus servicios! ¿Es cosa extraña que el aire nos esté brindando no sólo el aliento sino además una multitud de aves que nos sirven para nuestro sustento? ¡Si hasta los espíritus celestiales se empeñan en cuidar nuestra vida! Y ¿a quién le puede sorprender que el agua venga a servirnos para beber, para limpiar lo sucio, para regar lo seco, y para que podamos alimentarnos de toda clase de peces?¡Si hasta los ángeles vienen a refrescarnos cuando corremos peligro de desfallecer en el calor de la tristeza y la tribulación! Y ¿acaso no es cosa natural que la tierra sirva de apoyo a nuestros pies, y que nos dé vino y pan y colme nuestra mesa con diversidad de frutas y carnes? ¡Si hasta los ángeles recibieron la orden de cuidarnos en todos nuestros caminos, que nos levanten con sus propias manos para que no tropecemos con piedra alguna! (Sal 91:11,12)

Los ángeles estuvieron al servicio de Cristo a lo largo de toda su vida. Un ángel anuncia su concepción (Lc 1:31), un ángel trae la noticia de su nacimiento (Lc 2:9-1); un ángel ordena que huya a Egipto (Mt 2:13); unos ángeles vinieron a servirle en el desierto (Mt 4:11); y después de asistirle en toda su actividad de predicador, uno de ellos le apareció en su agonía para fortalecerlo (Lc 22:43). Es también un ángel el que se acerca al sepulcro en la mañana de la resurrección, quita la piedra (Mt 28:2,5) y habla con las mujeres; ángeles están presentes en su ascensión (Hch 1:10) y lo acompañarán en su regreso para el juicio final (Mt 25:31). Y así como los ángeles rodearon en todo momento al Cristo hecho hombre, así rodean también a los que son miembros del cuerpo de Cristo por medio de la fe; pues tal como servían a la Cabeza, así sirven también a los miembros. Y su alegría es poder servir ya aquí en la tierra a quienes se habrán de unir a ellos en el cielo. ¿Cómo podrían negar su servicio a aquellos con quienes compartirán la gloria eterna?

Cuando Jacob estuvo en el camino hacia la tierra de su padre, unos ángeles del Señor salieron a su encuentro (Gn 32),  señal de que también los hijos de Dios en su peregrinaje hacia la patria celestial van acompañados por los ángeles como custodios. A Daniel, arrojado al foso de los leones (Dn 6:22),  Dios le envió a su ángel y les cerró la boca a las fieras. Entonces como ahora, los ángeles desbaratan toda la astucia del león infernal. A Lot, la intervención de los ángeles lo salvó de perecer en el incendio de Sodoma (Gn 19:15); también a nosotros nos arrebatan a menudo de las llamas infernales, inspirándonos reflexiones salvadoras y protegiéndonos contra los ataques de Satanás. Los ángeles se llevaron a Lázaro para que estuviera al lado de Abraham (Lc 16:22); así llevan también a las almas de los escogidos a sus moradas en el reino celestial. Un ángel del Señor le posibilitó a Pedro la salida de la cárcel (Hch 12:7). Así, los ángeles abren también a los fieles la salida de muchos y graves peligros.

Por cierto, el poder de nuestro adversario el diablo es grande; pero a nuestro lado tenemos el cuidado de los santos ángeles. No dudes, pues, de que vienen en tu ayuda en los muchos peligros que te acechan. No en vano, la Escritura describe a los querubines y serafines como seres alados (Éx 25:18); con esto nos da la certeza de que acuden al instante para socorrernos. Además debes estar seguro de que están cerca de ti en cualquier lugar en que te encuentres; como espíritus que son, nada material puede cerrarles el camino. Todo lo visible tiene que cederles el paso. Ningún cuerpo, por más duro y sólido que sea, es un infranqueable muro de contención para ellos. No dudes de que estos espíritus están al tanto de tus peligros y aflicciones, puesto que contemplan siempre el rostro del Padre Celestial (Mt 18:10), y constantemente están a su disposición para cualquier servicio. Y no olvides, alma mía, que estos ángeles son santos. Por lo tanto, si aspiras a su ayuda y custodia, procura también llevar una vida de permanente perfeccionamiento.   

Dondequiera que estés, aún en el lugar más recóndito, allí está también tu ángel guardián. Así que no hagas nada en su presencia, si bien invisible, de lo cual tengas que avergonzarte si te vieran los hombres. Considera también, alma devota, que estos ángeles son santos. Sé celoso de la santidad, entonces, si quieres tenerlos como compañeros. Acostúmbrate a las acciones santas si deseas la protección de los ángeles. En cada rincón, muestra reverencia hacia su ángel y no hagas nada en su presencia que te avergonzaría hacer a los ojos de los hombres. Estos espíritus son castos, por lo que son expulsados ​​por acciones inferiores. Como las abejas son repelidas por el humo y las palomas por un olor ofensivo, así también los ángeles que custodian nuestra vida huyen del pecado lamentable y grave.

Si tus pecados te privaron de su protección, ¿cómo podrás sentirte seguro ante los ataques del diablo, y ante los tantos peligros que te amenazan? Si tu alma carece de este sólido muro del cuidado angelical, pronto sucumbirá a las intrigas y lascivas insinuaciones del adversario satánico. Los ángeles son espíritus dedicados al servicio de Dios, enviados para ayudar a los que han de heredar la salvación (Heb 1:14). Por lo tanto, para gozar de los servicios de un ángel de guardia, es preciso gozar también de la gracia divina por medio de la fe. Sin este requisito tampoco se puede contar con el cuidado de un ángel. Imaginemos pues a los ángeles como manos que Dios usa para traernos ayuda, pero que sólo se mueven si Dios así lo dispone.

Dios se alegra con sus ángeles por un pecador que se arrepiente (Lc 15.10). Las lágrimas que derrama un pecador arrepentido son para los ángeles como lágrimas de alegría pero; de un corazón impenitente se apartan. Arrepintámonos, pues, para que haya alegría en la presencia de los ángeles de Dios (Lc 15:10). Los ángeles son espíritus humildes, que odian toda altanería. No les parece nada indigno servir hasta los pequeñuelos (Mt 18:10). ¿Cómo es entonces que la persona humana, que apenas es polvo y ceniza (Gn 18:27; Job 10:19) suele ser tan soberbia, cuando un espíritu celeste puede humillarse de tal manera?

La muerte es el momento en que más se ha de temer la astucia del adversario cruel, pues escrito está que “morderá el talón” (Gn 3:15). La parte más lejana del cuerpo es el talón; la última parte de tu vida es la muerte. Esto quiere decir que tu última agonía es la hora en que más necesitas el cuidado de los ángeles para que te sirvan de escudo contra las flechas encendidas del maligno (Ef 6:16) y lleven tu alma al paraíso. Cuando Zacarías estuvo en el templo ofreciendo el incienso (Lc 1:11), se le apareció un ángel del Señor; también a ti te acompañarán los santos ángeles cuando en oración presentes a Dios la ofrenda de tus labios.

Oh Señor misericordioso, que nos conduces a través de este mundo custodiados por tus santos ángeles, haz que nos conduzcan también a tu reino celestial. Amén.