Dios omnipotente, eterno y misericordioso, Padre de nuestro Señor Jesucristo: equípame con la gracia del Espíritu Santo para poder hacer frente a todas las pruebas a las que me somete el mundo, tales como el odio, las lisonjas y los malos ejemplos. Enséñame a desdeñar el odio, a rechazar las lisonjas, y a evitar la imitación de los malos ejemplos.

¿Qué daño me puede causar el odio del mundo, si tu gracia me cubre como un escudo? ¿En qué me puede afectar la enemistad de todos los hombres, si tengo la certeza que disfruto de tu amor? y por otra parte: ¿de qué me serviría ser amado por el mundo entero, si tú me persiguieras con tu ira? El mundo se pasa, su odio se esfuma; pero la gracia de Dios permanece para siempre. Quita de mi corazón, oh Señor, ese temor pueril ante el odio del mundo y sus persecuciones, e infunde en él una esperanza intrépida que ve en el odio del mundo nada más que una nubecilla pasajera. ¿Por qué debería temer a los que matan el cuerpo pero no pueden matar el alma? Antes bien, al que debo temer es al que puede destruir alma y cuerpo en el infierno (Mt 10:28). Nuestra fe es la victoria que vence al mundo (1Jn 5:4). Porque con los ojos de la fe nos dirigimos a los regocijos del futuro que nos ayudan a soportar los sufrimientos del tiempo presente. La fe nos brinda un reposo que el odio del mundo no puede perturbar.

Pero el mundo me hostiga no sólo a siniestra con su odio, sino también a diestra con sus adulaciones con que me quiere atraer, escondiendo sus intenciones malvadas tras una fachada seductora. Hazme ver las delicias celestiales, oh Cristo, así se opacarán las imágenes engañosas del mundo terrenal.

El sentido del gusto de mi alma está deteriorado: lo terrenal le parece dulce, y despreciar las adulaciones del mundo le producen un sabor amargo. Tú empero, que conoces a fondo todas las cosas, me enseñaste a no hacer caso de las lisonjas de los hombres, pues tu voluntad es elevar mi alma al cielo. Por tanto, aparta mi corazón de los halagos engañosos para que se dirija a ti. Dador de goces espirituales, verdaderos. ¿De qué les sirvió a los amantes del mundo ya fallecidos su gloria falaz, su corta alegría, su dudoso poder, sus momentáneos placeres de la carne, su falsa riqueza? ¿Dónde están los que hace un par de días aún vivían en medio de nosotros? Nada quedó de ellos sino polvo y ceniza. Seguramente comieron, bebieron, se entregaron a la buena vida y no pensaron en el mañana. Ahora, su cuerpo es presa de los gusanos, y su alma es atormentada en el fuego del infierno (Lc 16).

Todo su esplendor pasó como la hierba que se marchita en el campo. Guárdame, Señor, de seguir el mismo camino que ellos, para que no llegue al mismo triste fin, más bien condúceme tras la victoria sobre este mundo, al lugar donde me darás la corona de la vida. Amén.