Dios santo, justo Juez: olvida los pecados que cometí en mi juventud (Sal 25:7), y no te acuerdes nunca más de mi iniquidad (Jer 31:34) ¡Cuántos frutos venenosos produjo durante mis años jóvenes la malvada raíz de los malos deseos! ¡Cuántos pecados actuales nacieron del pecado original!
Ya a partir de mi más tierna infancia los pensamientos de mi corazón son malos y perversos. ¿Quién puede sacar pureza de la inmundicia (Job 14:4)?
Tantos días como cuenta mi vida, tantas son las culpas que pesan sobre mí, y muchas más aún. ¡Si ya el justo puede caer siete veces (Pr 24:16)! Y si el justo cae siete veces al día, yo, hombre injusto y perdido, seguramente he caído setenta veces siete. A medida que avanzan mis días, avanza también el número de mis pecados. Tantas bendiciones como derramó tu bondad sobre mi vida, tanta fue la carga de pecado que agregué yo por culpa de mi naturaleza corrupta. Al examinar mi vida pasada, ¿qué otra cosa veo sino que todos nuestros actos de justicia son como trapos de inmundicia (Is 64:6)? Y si contemplo la clara luz de tus mandamientos, ¿qué encuentro en lo que va de mi vida, sino tinieblas y ceguedad? La tierna flor de mi juventud tendría que haber sido convertida en coronas de virtudes y presentada a Dios como ofrenda de grato olor. Lo más digno de mi edad adulta debiera estar consagrado al dignísimo Creador de la naturaleza.
Pero la repugnante fealdad de los pecados manchó en forma deplorable la que debía haber sido la flor de mi juventud. De todas las edades del hombre, la primera es la que mejor se presenta para el servicio a Dios, pero gran parte de ella la invertí en el servicio al diablo. Recuerdo muchos de los pecados que cometí dominado por el desenfreno juvenil; pero muchos más cayeron en el olvido. ¿Quién está consciente de sus propios errores? Perdona a tu siervo aquellos de los que no soy consciente (Sal 19:12).
A cambio de los errores de mi juventud te ofrezco, Padre santo, la santísima obediencia y la perfectísima inocencia de tu Hijo, que se hizo obediente a ti hasta la muerte, ¡y muerte de cruz (Fil 2:8)! Como muchacho de doce años (Lc 2:42ss) y así durante toda su vida cumplió, gustosamente y en todo, tu santa voluntad. Esta obediencia, Juez justo, te la ofrezco como compensación y satisfacción por la frecuente desobediencia de mi juventud desenfrenada. Amén.