¿Por qué te inquietas, alma mía, y por qué te vas a angustiar? (Sal 42:5) ¿Por qué dudas todavía de la misericordia de Dios?  Piensa en tu creador: ¿acaso no te ha creado sin intervención tuya? ¿Acaso no te ha formado en lo más recóndito, y entretejido en lo más profundo de la tierra? (Sal 139:15) Él tenía cuidado de ti aun antes de que existieras; ¿crees que su cuidado terminará, ahora que te creó a su imagen?

Criatura de Dios soy; a él me dirigiré; él no ha muerto, por más que Satanás haya envenenado mi naturaleza y mis pecados me hayan dejado mal herido. El que me creó sin mancha de pecado también puede hacer de mí una nueva criatura y quitarme todas las manchas de que me llenaron las maquinaciones del diablo, la transgresión de Adán y mis propias transgresiones, y que ahora se manifiestan en todo mi ser. No hay dudas: el que me creó también puede hacer de mí una nueva criatura, si así lo desea. Y estoy seguro de que lo desea; ¿o acaso un artesano puede odiar su propia obra? 

Nosotros somos como el barro en las manos del alfarero; ¿no puede el alfarero hacer con el barro lo que quiere? (Jer18:6) Entonces: si Dios me odiara, jamás me habría creado de la nada. ¡Él es el Salvador de todos, especialmente de los que creen! (1Ti 4:10) Alabo a Dios porque soy una creación admirable (Sal 139:14); y mucho más admirable aún es la forma cómo me salvó. Nunca el amor que el Señor nos tiene se evidenció con mayor claridad que en las heridas de Cristo y su pasión. ¡Por cierto, inmenso debe ser el amor divino para con el pecador cuando por causa de éste, el Hijo unigénito del Padre fue enviado a este mundo! Si tú, Jesús amado, no tuvieras el deseo de redimirme, ¿por qué habrías descendido del cielo a la tierra? Pero el hecho es que descendiste, a la tierra, a la muerte, a la cruz (Fil 2:8).

Para rescatar a un siervo, Dios no escatimó ni su propio Hijo (Ro 8:32). ¡Cuán grande debe ser el amor que Dios tiene al mundo, de por sí perdido y condenado, si para redimirlo le entregó a su Hijo a fin de que lo pudieran matar y crucificar! Ciertamente: inmensamente grande es el precio que se pagó para rescatarnos (1Pe 1:18); e enormemente grande es, por lo tanto, también la compasión de nuestro Redentor. Bien podría parecer que Dios ama a sus hijos escogidos con el mismo amor con que ama su propio Hijo unigénito; pues, humanamente hablando: un objeto que compramos nunca debe valer menos que el precio que pagamos por él. Para poder adoptarnos como hijos, Dios no escatimó a su Hijo, en todo igual a él. No ha de sorprendernos, entonces, que nos haya preparado viviendas en su hogar celestial (Jn14:2) una vez que nos había dado a su Hijo, en el cual habita en forma corporal toda la plenitud de la divinidad (Col 4:9). Sin lugar a dudas: donde está la plenitud de la divinidad, está también la plenitud de la vida y gloria eterna.

Y siendo que Dios nos ha dado en Cristo la plenitud de la vida eterna, ¡cómo podrá negarnos un pequeño anticipo de la misma! Nunca podremos alabar suficientemente el amor del Padre con que nos adoptó como hijos suyos al precio de su propio Hijo, ni tampoco el amor del Hijo que se entregó por nosotros. Para enriquecernos, vivió en extrema pobreza, sin siquiera tener dónde recostar la cabeza (Mt 8:20). Para hacernos hijos de Dios, él se hizo hombre. Y si bien entró una sola vez y para siempre en el lugar Santísimo logrando así un rescate eterno (Heb 9:12), no nos deja librados a nuestra suerte, sino que está a la derecha de Dios e intercede por nosotros (Ro 8:34). ¿Podría ser que al salvar a mi alma, Jesús haya omitido algún detalle? ¡Imposible! Con entregarse a sí mismo, según sus propias palabras: “Todo se ha cumplido.” (Jn 19:30) ¿Qué le podría negar el Padre a su Hijo que se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz? (Fil 2:8).

¿Acaso el Padre no aceptó por anticipado el rescate que pagó el Hijo?

¡Qué vengan ahora los pecados que me quieren acusar! Yo tengo un intercesor en quien puedo confiar. El que me defiende tiene más poder y autoridad que el que me acusa. Cuando mi debilidad me hace temblar, me apoyo en mi eficaz abogado. Cuando Satanás me acusa, sé que tengo un mediador que rechaza esas acusaciones. ¡Que me acusen los cielos y la tierra gritando: él mismo tiene la culpa de haber cometido esas faltas! A mí me basta con la intercesión de aquel que creó los cielos y la tierra y que es la justicia misma. Creo tener mérito suficiente cuando reconozco que todos mis méritos son insuficientes. Me basta con disfrutar de la gracia de aquel contra el cual he pecado. Y lo que él decidió no imputarme, es como si jamás hubiese existido. Tampoco me atormenta el pensar en las tantas veces que caí en pecados graves; pues si yo no fuese consciente de que pesa sobre mí una enorme carga, poco me importaría ser libre de ella por la bondad de Cristo que murió por los malvados (Ro 5:6). Si yo no estuviera enfermo, no iría a pedir la ayuda de un médico. Cristo en persona es el médico, el Salvador, la Justificación (Mt 9:12; 1:21; 1Co 1:30), que no puede negarse a sí mismo (2Ti 2:13).Yo soy el enfermo, el condenado, el pecador, y tampoco puedo negarme a mí mismo.

¡Ten compasión de mí, Médico mío, Salvador mío y mi Justificación! Amén.