Dios eterno y misericordioso: ¡gracias mil por no haberme rechazado cuando vine a ti (Jn 6:37)!, antes bien, me recibiste con los brazo abiertos, y según tu gran bondad, perdonaste todos mis pecados. Yo fui ese hijo perdido (Lc 15:13) que viví desenfrenadamente y derroché mi herencia. Los dones de la naturaleza los contaminé, los dones de la gracia los desdeñé, de los dones de la gloria me prive. Estuve menesteroso y hambriento, pero tú me saciaste con el pan de tu divina gracia. Estuve desnudo, despojado de todos los bienes, pero tú volviste a cubrirme con el ropaje de la justicia, y me colmaste de riquezas. Yo fui un hombre perdido y condenado, pero tú empero me regalaste la bienaventuranza eterna, por pura piedad. Te compadeciste de mí, me abrazaste y me besaste (Lc 15:20): me enviaste a tu Hijo unigénito, que vive en unión íntima contigo (Jn 1:18), y al Espíritu Santo, que guía a toda verdad (Jn 16:13), como testigos de tu inmenso amor. Me vestiste con la mejor ropa, restituyendo mi inocencia. Me pusiste un anillo en el dedo, sellando así el pacto con tu Espíritu. También pusiste sandalias en mis pies, equipándome para proclamar el evangelio de la paz (Ef 6:15). Permitiste que mataran al cordero inmaculado, tú propio Hijo, al cual enviaste a la cruz por causa mía, miserable pecador. Me agasajaste con un banquete, devolviéndome la alegría de tu salvación (Sal 51:12) y la paz de conciencia. Estuve muerto, y tú me vivificaste. Estuve extraviado, y tú me hiciste volver al buen camino. Estuve empobrecido, y tú me restituiste los bienes perdidos.

Mis muchos pecados, faltas y transgresiones habían sido motivo más que suficiente para rechazarme conforme a tu justo juicio. Pero allí donde abundó mi pecado, sobreabundó tu gracia (Ro 5:20). Tu bondad fue mayor que todas las maldades mías. ¡Cuántas veces estuviste a la puerta de mi corazón y llamaste (Ap 3:20), y yo no te abrí! Esto te habría dado todo el derecho de cerrar también la puerta de tu gracia cuando yo llamaba. ¡Cuántas veces tapé mis oídos para no escuchar tu voz que me invitaba! Entonces, con justa razón podrías haber tapado tus oídos, para no escuchar los gemidos que mi voz elevaba hacia ti. Sin embargo, tu compasión superó excesivamente todas mis transgresiones y culpas. Con las manos extendidas me recibiste (Is 65:2). Mis pecados los disipaste como la bruma de la mañana (Is 44:22). Ya no me los echas en cara, sino que los arrojas al fondo del mar (Mi 7:19).

Por esta bondad inmensa te doy las gracias por toda la eternidad. Amén.