“Les traigo buenas noticias que serán motivo de mucha alegría” (Lc 2:10). Con estas palabras, el ángel anuncia el nacimiento de Jesús ¡Y en verdad, un buena noticia, tan buena que sobrepasa todo entendimiento!
¡Qué desgracia tremenda para los hombres: estar como aplastados bajo la ira de Dios, bajo el poder del diablo, y bajo la amenaza de condenación eterna! Y una desgracia aún mayor: los hombres desconocían esta desgracia, o le restaban importancia. Y ahora esta buena noticia: ¡Llegó el que es capaz de sacarnos de toda esa miseria! Llegó el médico para los enfermos; el Libertador para los prisioneros, el Camino para los descarriados, la Vida para los muertos, el Salvador para los condenados. Así como Moisés fue enviado por Dios al faraón para sacar de Egipto los israelitas (Éx 3:10), así Cristo fue enviado por el Padre para rescatar de las prisiones de Satanás a todo género humano.
Así como la paloma trajo una ramita de olivo al arca de Noé una vez que las aguas del diluvio habían bajado (Gn 8:7,11), así vino Cristo al mundo para anunciar a los hombres la paz y la reconciliación con Dios.Por lo tanto, tenemos motivos más que suficientes para alegrarnos y para ensalzar la misericordia de Dios. Cuando todavía éramos sus enemigos (Ro 5:10), no tuvo ningún reparo en unir su divinidad con nuestra naturaleza humana; ¿qué podrá negar entonces a aquellos con quienes compartió esta naturaleza? (Heb 2:14) Nadie ha odiado jamás a su propio cuerpo (Ef 5:29). Por ende: ¿Cómo habría de rechazarnos el que es la Misericordia en persona, puesto que nos hizo partícipes de su propia naturaleza? Estamos aquí ante un misterio insondable. No hay palabras humanas que puedan explicarlo. Vemos frente a frente a la majestad suprema y la peor bajeza; la máxima potencia y la total impotencia; la gloria sin igual y la más lamentable fragilidad; porque ¿quién es más grande que Dios, y más pequeño que el hombre? ¿Quién más potente que Dios y más débil que el hombre, más glorioso que Dios y más frágil que el hombre?
Pero el Omnipotente encontró el medio para lograr que estos dos extremos se unieran, porque vio que esa unión era necesaria para estar a la altura de su justicia. Era necesario un rescate del todo suficiente de validez permanente, por la iniquidad con que el hombre había ofendido a Dios al apartarse de él. Pero ¿qué puede ser un rescate del todo suficiente, de validez permanente, aceptable para el Dios infinito? Por esto, la Justicia infinita misma paga el rescate total, y el Creador sufre en lugar de la criatura (1P 4:1) para que la criatura no tenga que sufrir por toda la eternidad. El todopoderoso había sido ofendido. Para remediar el mal, el mediador necesariamente también tenía que estar dotado de todo poder. Y ¿quién posee todo poder? Nadie sino Cristo; porque “a él se ha dado toda autoridad en el cielo y en la tierra”(Mt 28:18). Y así fue que “en Cristo, Dios estaba reconciliando al mundo consigo mismo” (2Co 5:19).
Dios mismo llega a ser el mediador; él “adquirió con su propia sangre” (Hch 20:28) al género humano que sin esta mediación estaba perdido, sin remedio. No cabe duda de que es grande, indeciblemente grande el misterio de nuestra fe (1Ti 3:16). Dios el creador estaba ofendido. Y no hacía falta que una criatura pensara en cómo apaciguarlo y reconciliarlo: el ofendido “toma la naturaleza de siervo y se hace semejante a los hombres” (Fil 2:7). ¡El Ofendido, el Creador, el Reconciliador! El hombre había abandonado a Dios y se había pasado al campo enemigo, a Satanás. Pero este mismo Dios, abandonado por el hombre, hace todos los esfuerzos para buscar al que lo había abandonado, y lo invita amablemente a volver a su lado. El hombre se había separado del que era su Bien supremo y había sufrido una bochornosa caída. Pero el Bien supremo mismo paga un rescate sin medida y saca a la criatura del abismo en que había caído. ¿No es ésta una misericordia infinita que sobrepasa todo nuestro poder de imaginación?
Además: nuestra naturaleza fue envilecida por el pecado de Adán; pero mucho más enaltecida fue por Cristo. Lo que nos fue restituido en Cristo supera con creces lo que hemos perdido en Adán (Co15:22). El pecado abundó, pero la gracia sobreabundó (Ro5:20). La sola transgresión de Adán causó la condenación de todos; pero Jesucristo nos trae justificación y vida eterna (Ro5:18,2). Pues bien: es lógico y justo que admiremos la omnipotencia de Dios, pero más admirable aún es su gracia, aunque para Dios, ambas cuentan como iguales: tanto su omnipotencia como su misericordia son infinitas. Lógico y justo es también admirar la Creación; yo por mi parte sostengo que más admirable aún es la redención, aunque ambas son obras de la divina omnipotencia. Es sin duda una obra grande haber creado al hombre que, como todavía no existía, no podía aducir ningún mérito al respecto. Pero a mi juicio, una obra aún mayor es redimir al hombre que había merecido su castigo, y cargar con el pago de la deuda que había contraído. Un gran milagro hizo Dios al formarme en el vientre de mi madre (Sal 139:13). Pero mayor aún es el milagro de que Dios mismo se avino a hacerse “hueso de nuestros huesos y carne de nuestra carne” (Ef 5:30; comp. Gn 2:23).
¡Da gracias mil, alma mía, al Señor que te creó, que te redimió cuando tus pecados te condenaban, que te tiene preparadas las delicias celestiales, y que te dará la corona de la vida si eres fiel hasta la muerte (Ap 2:10)