“Venid a mí todos ustedes que están cansados y agobiados, y yo le daré descanso” (Mt 11:28) dice Jesús nuestro Salvador. El peso de mis pecados me oprime día a día; por esto me dirijo a ti, fuente de agua viva. Ven tú a mí, Señor Jesús, para que yo pueda venir a ti. Vengo a ti porque tú ya has venido a mí antes. Vengo a ti con temor y temblor, porque en mí no encuentro nada que sea bueno; de lo contrario no desearía tan ardientemente estar en tu presencia.

En verdad, Señor, estoy cansado y agobiado. No puedo compararme con ninguno de tus santos, ni siquiera con pecadores penitentes, a lo sumo con el malhechor en la cruz. Te ruego, pues, ten compasión de mí, tal como la tuviste de aquel malhechor. He vivido en pecados. Pero quisiera morir en beatitud y justicia. Pero ¡ay! ¡Cuán lejos está mi corazón de la justicia! Por esto me refugiaré en la justicia tuya.

Haz, oh Señor, que redunde en provecho mío tu vida, que diste en rescate por muchos (Mt 20:28); tu santísimo cuerpo, maltratado en bien mío con azotes y espinas, y clavado en el madero de la cruz; además, tu santa y preciosa sangre que brotó de tu costado (Jn 19:34) y que nos limpia de todo pecado (1Jn 1:7) ; tu naturaleza divina que, unida a la naturaleza humana, logró que Dios pudiera rescatarme a mí, hombre perdido y condenado, por medio de su propia sangre (Hch 20:28); tus heridas gracias a las cuales fuimos sanados (Is53:5); tu pasión y tu mérito, último refugio mío y remedio definitivo para todos mis pecados. Pues tus dolores han quitado los dolores míos, y tus méritos los has dedicado a mí y a mi indigna persona.

Así “Dios muestra su amor por nosotros en esto: en que cuando todavía éramos pecadores, Cristo murió por nosotros” (Ro 5:8) un misterio que sobrepasa todo entendimiento humano, y aun el entendimiento de los ángeles. ¡En verdad, “esto es obra del Señor, y nos deja maravillados”! (Mt 21:42) Nadie se lo pidió; antes bien, tuvo en su contra el odio de todo el mundo. Y no obstante, el Hijo de Dios intercede por los pecadores, sus enemigos. ¡Tal es su misericordia! Y no sólo intercede por ellos, sino que ofrece a la justicia de Dios una satisfacción plena mediante su vida en pobreza extrema e impecable, su amarga pasión y su horrible muerte.

¡Oh Señor Jesús, que intercediste, sufriste y moriste por mí aún antes de que yo haya ansiado que lo hagas o te haya rogado que pagues el rescate por mí, ¿cómo podría alejarme de tu presencia o negarme el fruto de tu santa pasión, ahora que elevo mi clamor a ti desde las profundidades del abismo (Sal 130:1), clamando, entre lágrimas y gemidos: “Oh Dios, ten compasión de mí, que soy pecador”? (Lc 18:13) Enemigo tuyo fui por naturaleza, pero por cuanto tú moriste por mí, fui hecho amigo tuyo, hermano e hijo, de pura gracia. Tú escuchaste mi oración cuando yo todavía era tu enemigo, lejos de pedirte que me perdones; ¿cómo podrías despreciar ahora a tu amigo que viene a ti con lágrimas en los ojos? “Al que a ti viene, no lo rechazas” (Jn 6:37), y tu palabra es la verdad.

¡Pon atención a lo que te digo, alma mía, y alégrate! Antes éramos pecadores por naturaleza, ahora somos justos por gracia. Antes éramos enemigos de Dios, ahora somos sus amigos y miembros de su familia. Por su gran amor, “[Dios] nos dio vida con Cristo, aun cuando estábamos muertos en pecados” (Ef 2:5).

¡Amor sin par, piedad inescrutable! “Gracias a la entrañable misericordia de nuestro Dios nos ha visitado desde el cielo el sol naciente” (Lc 1:78). Y si ya la muerte de Cristo nos trajo justicia, ¿qué nos traerá su vida? Con su muerte, nuestro Salvador pagó a su Padre el rescate que correspondía. ¿Qué hará nuestro Salvador “resucitado, sentado a la derecha de Dios e intercediendo por nosotros”? (Ro 8:34) Él habita en nuestros corazones (Ef 3:17); ¡quiera Dios que habite allí también el recuerdo vivo y agradecido de lo que significan los méritos de Cristo para nuestro vivir!

¡Atráeme a ti, Señor Jesús, para que reciba de hecho y en verdad lo que aquí aguardo en firme esperanza. Déjame estar contigo para ver la gloria que el Padre te ha dado, y para habitar en la vivienda que allí me has preparado! (Jn 17:24; 14:2) “Dichosos los que habitan en tu templo, pues siempre te estarán alabando” (Sal 84:4).