¡Elévate, alma mía, en fe y amor al Sumo Bien, Dador de todos los bienes, sin el cual no hay ningún bien verdadero! No hay ser creado que pueda satisfacer todos nuestros deseos, porque ninguno posee el pleno caudal de capacidad para ello. Como un hilo de agua fluye el bien desde el cielo sobre los hombres; pero el manantial es Dios, y siempre lo será. ¿Por qué entonces, habíamos de desdeñar el manantial y conformarnos con el hilo de agua? Todo lo bueno que hay en las criaturas no es más que una pálida imagen de aquel Bien perfecto, que es Dios mismo. Sería una insensatez si nos conformásemos con la réplica en vez de buscar el original.

La paloma que Noé soltó del arca no encontró un lugar donde posarse, porque las aguas aún cubrían la tierra (Gn 8:8).  Igualmente, entre todo lo que existe bajo el sol, nuestra alma no puede encontrar nada que satisfaga todos sus deseos y necesidades, porque todo es frágil e inmundo. Sin duda obra mal quien ama algo que está por debajo de su dignidad. Nuestra alma empero es mucho más noble que todas las criaturas, porque tiene un Redentor que la hizo suya con pasión y muerte.

¿Por qué habría de amar entonces a las criaturas? ¿No sería esto un desprecio del alto rango al que la elevó? Todo lo que amamos, lo amamos por su poder, o por su sabiduría, o por su hermosura. Pero ¿hay algo o alguien que sea más poderoso que Dios, o más sabio, o más hermoso? Todo el poder que ostentan los reyes de esta tierra procede de él y los hace sus subordinados. A los ojos de Dios, la sabiduría de este mundo es locura (1Co 3:19). Toda la hermosura de la criatura palidece ante la hermosura de Dios.

Pongamos un caso: un poderoso rey envía a sus emisarios con un mensaje a una joven a la cual desea por esposa. Si esta joven rechaza la petición de mano del rey y comienza una relación con el mensajero ¿no comete una imperdonable tontería? Con toda la hermosura con que Dios adornó a la naturaleza y sus criaturas, la intención era incitarnos a que lo amemos.

Si Cristo el novio, nos desea por esposa, ¿por qué nos prendemos de las criaturas, que no son más que las designadas para invitarnos al banquete de bodas? Hasta las mismas criaturas nos preguntan: ¿A qué viene ese amor que los une a nosotras? ¿No encuentran otra meta para sus deseos? Nosotras no estamos en condiciones de satisfacerlos. ¿Por qué no se dirige al que nos creó a nosotras y a ustedes también?- No se puede esperar que las criaturas correspondan a nuestro amor, ni tampoco es la criatura la que da el primer paso en nuestra relación mutua. Dios empero es el amor “en persona” (Jn 4:16);  él no puede menos que amar a los que lo aman a él; es más: él se anticipa con su amor a todos nuestros anhelos, a todo el amor nuestro (1Jn 4:19). ¡Cuán intenso debe ser por lo tanto el amor que  le tenemos al que nos amó primero! Nos amó aún antes de que existiéramos; pues el hecho de que hayamos nacido a este mundo se lo debemos a Dios.

Él nos amó cuando todavía éramos sus enemigos (Ro 5:10); en efecto, el habernos dado a su Hijo unigénito fue consecuencia exclusiva de la misericordia y el amor divinos. Nos amó cuando habíamos caído víctimas del pecado, que no nos entrega a la muerte ni bien pecamos, sino que espera que nos arrepintamos, es prueba de que nos ama. Y que nos da un lugar en las mansiones eternas, sin mérito nuestro, más aún, contrariamente a todo los que en realidad merecemos ¿qué es esto sino un acto supremo de su amor? Sin el amor de Dios jamás podremos llegar a un conocimiento salutífero de él. Sin el amor de Dios, todo el saber humano de nada aprovecha, y hasta resulta perjudicial. ¿Por qué será que el amor vale muchísimo más que el entender todos los misterios? (1Co 13:2) Es porque ese conocimiento lo poseen también los demonios, pero el conocimiento del amor de Dios lo tienen solamente los que creen en él.

¿Por qué es entonces el diablo el más desdichado de todos los seres? Porque es incapaz de amar al bien supremo. Y por otra parte: ¿Por qué Dios es el ser más feliz y más dichoso? Porque su amor abarca a todo lo que existe en el universo, obra de sus manos. Y ¿por qué, mientras vivamos es esta tierra, nuestro amor a Dios es imperfecto? Porque sólo llega al punto que llega nuestro conocimiento de él. “Ahora conozco de manera imperfecta, como en un espejo” (1Co 13:12) dice el apóstol Pablo. En la vida eterna empero gozaremos de bienaventuranza perfecta, porque entonces nuestro amor a Dios también será perfecto debido a que lo conoceremos a él perfectamente, tal como es. Pero ¡no pensemos que en el mundo futuro su amor a Dios pueda llegar a ser perfecto, si no comenzamos a amarlo ya en el mundo presente!

Primeramente debemos buscar ya aquí y ahora el reino de Dios y su justicia (Mt 6:33); de lo contrario no lo encontraremos en toda su perfección en el más allá. Sin amor a Dios, el hombre no añora la casa del Padre en los cielos. Pero ¿Cómo podremos entrar en la posesión de este bien supremo si no lo amamos, si no lo buscamos, sino lo añoramos? Así como es tu amor, así eres tú mismo; porque tu amor es la expresión misma de tu ser. No hay lazo más fuerte que el amor; porque el amor une al que ama con la persona amada. Ahora bien: ¿cuál era el lazo de unión entre el Dios santo y nosotros los pecadores, tan abismalmente separados a causa de nuestra maldad? Era su amor inmenso, pero para que su amor no entrase en conflicto con su justicia, se interpuso Cristo como reconciliador entre Dios y los hombres (1Jn 2:2).

Y ¿qué sigue uniendo a Dios, el Creador, y al alma creyente, la criatura, pese a la distancia que media entre ellos? Es el amor. En la vida eterna estaremos unidos con Dios en grado máximo. ¿Por qué razón? Porque lo amaremos al grado máximo. El amor nos une y nos transforma. Si amas lo corruptible, serás corruptible; si amas lo terrenal, serás terrenal; pero el cuerpo mortal no puede heredar el reino de Dios, ni lo corruptible puede heredar lo incorruptible (1Co 15:50).  No obstante si amas a Dios y las cosas que son de Dios, o sea las cosas espirituales, serás espiritual. El amor a Dios es el carro de Elías que sube al cielo (2R 2:11), delicia para el corazón, jardín edénico para el alma, muro contra las arremetidas del mundo, victoria sobre Satanás, llave con que se cierra la puerta al infierno y se abre la puerta al cielo, sello en la frente de los siervos de nuestro Dios (Ap 7:3); a quien no lleve este sello, Dios no lo reconocerá como suyo en el juicio final. Pues aun la fe, único fundamento de nuestra justicia y salvación no es fe verdadera sino actúa el amor (Gl 5:6).

No hay fe verdadera donde no hay esperanza (Heb 11:1). No hay esperanza donde no hay amor a Dios. No hay reconocimiento de un favor si no se ve la necesidad de agradecerlo. A la persona que no amamos, tampoco le damos las gracias. Entonces, si tu fe es verdadera, reconocerás también el gran favor que Cristo tu Redentor te hizo. Lo reconocerás y también lo agradecerás. Lo agradecerás y vivirás. El amor a Dios es vida y paz para nuestra alma. Cuando en la hora de la muerte el alma se separa del cuerpo, el cuerpo queda sin vida. Cuando a causa del pecado Dios se separa del alma, el alma queda sin vida. Pero ahora la Escritura nos dice que Cristo habita en nuestros corazones (Ef 3:17) gracias a su amor; porque Dios ha derramado su amor en nuestro corazón por el Espíritu Santo que nos ha dado (Ro 5:5). Y a partir de ahí no hay paz del alma sin amor a Dios. El mundo y Satanás nos producen dolores indescriptibles; pero Dios brinda un sosiego aún más indescriptible. No hay paz de conciencia sino sólo en los que han sido justificados por medio de la fe.

No hay verdadero amor a Dios sino en los que confían en él como hijos amados en su amoroso Padre. En suma: ¡que muera en nuestro corazón el amor a nosotros mismos, al mundo y a las criaturas, para que viva en nuestro corazón el amor a Dios! Este amor empero debe comenzar en este mundo para que llegue a su plenitud en el mundo venidero.