¡Contempla, alma mía, la ascensión de tu novio! Cristo privó a sus fieles de su presencia visible en bien de la ejercitación de su fe, porque dichosos son los que no han visto y sin embargo creen (Jn 20:29). Donde está nuestro tesoro, allí debe estar también nuestro corazón (Mt 6:21). Cristo, nuestro tesoro, está en el cielo. Por lo tanto, nuestro corazón también debe concentrar su atención en las cosas de arriba (Col 3:2).
Así como la novia espera ansiosamente la llegada de su novio, así también el alma creyente debe esperar constantemente que llegue el día de las bodas del cordero (Ap 19:7); debe confiar en el Espíritu que Cristo, al ascender al cielo, puso en nuestro corazón como garantía de sus promesas; (2Co 1:22) debe confiar en el cuerpo y la sangre de su Señor que recibe en la santa cena; y debe confiar en que nuestros cuerpos, sustentados por este alimento incorruptible, al fin resucitarán, igualmente incorruptibles.
Lo que ahora creemos, llegado el día lo veremos; nuestra esperanza se cumplirá en forma correcta. Mientras Jesús está caminando con nosotros en nuestra senda terrenal, no lo reconocemos (Lc 24:15), pero cuando lleguemos a nuestra patria celestial lo veremos tal como él es (1Jn 3:2). Nuestro Salvador eligió como lugar para su ascensión el monte llamado de los Olivos (Hch 1:12) porque el olivo es el símbolo de la paz y de la alegría - la paz que trajo a nuestra conciencia intranquila mediante su pasión y muerte, y la alegría y el júbilo con que se nos recibirá en la entrada a nuestra mansión eterna. Lo que sucedió en la altura de aquel monte ha de llamar nuestra atención hacia lo que sucederá en las alturas celestiales. ¡Sigamos a nuestro Señor con el anhelo de nuestro corazón mientras aún no lo podamos hacer con nuestros pies! Moisés subió a un monte para encontrarse con Dios (Éx 19:3); en un monte adoraron los santos patriarcas (Jn 4:20). Abraham se quedó a vivir en Canaán una zona montañosa, en tanto que Lot escogió para sí todo el valle del Jordán (Gn 13:11).
De esto podemos desprender que el alma de los fieles debe abandonar las tierras llanas de este mundo y elevarse a las alturas celestiales. Allá escuchará la amable voz de Dios en su interior, allá podrá rendir culto al Padre en espíritu, en verdad (Jn 4:23), y con Abraham podrá huir del fuego eterno que está preparado para la pecaminosa llanura terrenal.
Betania significa “casa del pobre,” y por extensión “casa de aflicción” y a través de aflicciones y dificultades es como entramos en el reino de Dios (Hch 14:23), al igual que Cristo, “que tenía que sufrir… antes de entrar en su gloria” (Lc 24:26). Hasta entonces el cielo parecía estar clausurado, y el paraíso parecía estar custodiado por una espada ardiente que se movía por todos lados (Gn 3:24). Ahora empero, Cristo como Príncipe victorioso abre el cielo y nos muestra el camino a la patria celestial de la cual habíamos desertado. ¿Y los discípulos? Ahí estaban mirando al cielo (Hch 1:11). Y esto es lo que deben hacer los que en verdad son discípulos de Cristo: levantar los ojos al cielo, a la expectativa de lo que allá les aguarda.
¡Oh Señor Jesús, cuán glorioso fue el final de tu camino que te condujo por tanto sufrimiento! De pronto, todo cambió. En Gólgota te vi en tu máxima humillación, y en el monte de los Olivos, en tu máxima gloria. Allá te encontrabas solo; acá, acompañado de miles de ángeles. Allá te elevaron a la cruz; acá una nube te eleva al cielo. Allá estuviste en medio de los malhechores; acá, en medio del coro angelical. Allá te elevaron en el madero; acá estás en libertad como liberador de los condenados. Allá mueres entre los más crueles dolores; acá celebras con júbilo tu triunfo. Cristo nuestra cabeza (Ef 5:23), y nosotros somos sus miembros. ¡Alégrate pues, alma mía, y regocíjate por la ascensión de tu cabeza! De la gloria de la cabeza participan también los miembros. Donde reina el que adoptó nuestro cuerpo y sangre, allí - así lo creemos firmemente - reinaremos también nosotros. Y aún cuando nuestros pecados constituyeran una barrera, el que entró en comunión con nuestra naturaleza no nos rechazará.
Cristo descendió del cielo para redimirnos, y ascendió para abrirnos las puertas a la gloria. Por nosotros nació, por nosotros padeció, por esto también subió al cielo por nosotros. La pasión de Cristo es el fundamento de nuestro amor; su resurrección, el fundamento de nuestra fe; y su ascensión, el fundamento de nuestra esperanza. Ahora bien: seguir en pos de nuestro esposo con ferviente anhelo implica también seguirle con buenas obras; en la nueva Jerusalén nunca entrará nada impuro (Ap 21:27), señal de lo cual son “los ejércitos del cielo que siguen al Cordero: vienen vestidos de lino fino, blanco y limpio” (Ap19:14). El lino fino representa las acciones justas de los santos.
Hay un contraste inconciliable entre la humildad de Cristo y nuestra soberbia; su bondad y nuestra maldad; entre el príncipe de Paz y nuestra discordia; entre la santidad de Jesús y nuestra inmoralidad; entre su justicia y nuestro pecado. Por lo tanto, el que ansía ver a Dios cara a cara en su reino, tendrá que vivir de manera digna del Señor (Col 1:10). El que busca las cosas de arriba, donde está Cristo, debe abandonar las que están abajo (Col 3:1).
¡Señor, que has sido levantado de la tierra, atráenos a todos a ti mismo! (Jn 12:32)