Es en verdad un gran favor que Dios nos hace al estimularnos a - más aún: pedirnos que - mantengamos con él una conversación como de hijos amados con su amoroso padre. Él mismo nos da la posibilidad para tal conversación, y nos asegura que cuenta con su bendición. Grande es el poder de nuestra oración: desde la tierra la elevamos al cielo y desde el cielo llega la respuesta. La oración del justo es poderosa y eficaz (Stg 5:16). Es el escudo de la fe, con el cual podemos apagar todas las flechas encendidas del maligno (Ef 6:16). Mientras Moisés mantenía los brazos en alto, la batalla se inclinaba a favor de los israelitas (Éx 17:1). Cuando tú levantas las manos al cielo, Satanás no te podrá vencer. Así como una pared se levanta contra un enemigo, así también la ira de Dios se desvía por las oraciones de los justos. También nuestro Salvador oraba, no por  necesidad propia, sino para destacar el alto valor que posee la oración para nuestras vidas. 

Nuestra oración es como una pauta que permite medir el grado de nuestra obediencia a Dios; porque si oramos, no lo hacemos como simple opción nuestra, sino por recomendación del Señor (1Ti 2:1). Es como una escalera hacia lo alto; porque la oración no es otra cosa que el peregrinaje de nuestra alma hacia el Padre en las alturas. Es el escudo con que defendernos; porque el alma del que vive una vida de oración está a salvo de las arremetidas de los espíritus malignos. Es como el enviado de una embajada: se presenta ante el trono de Dios con la solicitud de que nos haga llegar su ayuda. Un enviado tal, nunca habla en vano: Dios siempre accede a nuestros pedidos aunque a veces en contra de los que queríamos, pero todas las veces según su entendimiento de lo que nos es provechoso. De uno de dos podemos estar seguros: o nos da lo que pedimos, o lo que él considera más útil.

Dios nos dio el más valioso de todos los bienes, a su propio Hijo, sin que se lo hayamos pedido. ¿Qué no hará si le pedimos? A este respecto no cabe duda: el Padre nos escuchará, y el Hijo intercederá por nosotros. Haz como Moisés: (Nm 7:89), entra en la Tienda de reunión para hablar con el Señor en oración, y pronto escucharás su voz en respuesta a tus solicitudes. Mientras Cristo oraba, su rostro se transformó, y su ropa se tornó blanca y radiante (Lc. 9:29). Así se producirán grandes transformaciones también en el alma nuestra: la oración es para ella una luz que ahuyenta las tinieblas de la desesperación.

¿Cómo puedes apreciar la luz del sol sin antes haber elevado una oración de agradecimiento al que día a día te permitió ver esa luz? ¿Cómo te puedes sentar a la mesa sin agradecer a Dios por los dones que recibimos por su gran bondad? ¿Con qué esperanza puedes entregarte al sueño sin antes haberte entregado en las manos de Dios? Y ¿qué frutos puedes esperar de tu trabajo, si previamente no rogaste al Señor: “Confirma en nosotros la obra de nuestras manos”? (Sal 90:17) Por esto: si quieres recibir dones espirituales o materiales: Pide, y se te dará (Mt 7:7)  Si quieres tener a Cristo contigo: Búscalo en oración, y lo encontrarás. Si quieres que se te abra la puerta de entrada a la gracia divina y la gloria eterna: Llama, y se te abrirá. Y si en el desierto de este mundo te sientes extenuado por tus tribulaciones y la carencia de bienes espirituales: Acércate a la roca espiritual que es Cristo (1Co 10:4), golpea con la vara de tu oración, y verás cómo las aguas de la gracia divina que brotan de ella calmarán tu sed (Nm 20:11). ¿Quieres complacer a Dios con un sacrificio? Ofrécele tu oración. El Señor percibirá el grato aroma (Gn 8:21), y su ira se calmará ¿Quieres estar en constante contacto con Dios? Lo tendrás mediante tus oraciones. ¿Quieres probar y ver que Dios es bueno? (Sal 34:9) Pídele en oración que haga su vivienda en tu corazón (Jn 14:23). Para que nuestra oración sea del agrado del Señor, debe ser clara, ferviente, humilde, sincera, incesante y llena de confianza.

Ora sabiamente por cosas que contribuyan a glorificar a Dios y que beneficien a tu prójimo también en lo espiritual. Dios es todopoderoso y omnisciente; por eso no trates de darle instrucciones en cuanto al modo de proceder. No ores en forma intempestiva, sino guiado por la fe, que es la mejor maestra porque se atiene a la palabra. Y las promesas que hace Dios en su palabra no son condicionadas; por eso, tú también puedes rogarle en forma incondicional. Pero donde las promesas de Dios están sujetas a condiciones, p.ej.: las promesas relacionadas con bienes materiales, también tu oración debe incluir un “Si Dios quiere…” Y todo lo que no cuenta con promesa divina alguna, tampoco lo debes pedir en modo alguno. El mejor ejemplo te lo da Cristo mismo. En el momento de mayor angustia dice: “No sea lo que yo quiera, sino lo que quieres tú” (Mt 26:39,44). Ora fervientemente. ¿Cómo quieres que Dios te escuche, cuando ni siquiera te escuchas a ti mismo?   

Quieres que Dios se acuerde de ti - y te olvidas de ti mismo. Cuando te pongas a orar, entra en tu cuarto, y cierra la puerta (Mt 6:6). Tu cuarto es tu corazón. En tu corazón tienes que entrar si quieres orar como es debido; y además tienes que cerrar la puerta de tu corazón para que no entren pensamientos fuera de lugar, por ejemplo, pensamientos relacionados con negocios, etc.  Solamente lo que sientes en tu corazón cuenta ante Dios. Tu espíritu tiene que estar animado por el fervor de la devoción; entonces, sus mensajes inaudibles son mucho más explícitos que los mensajes audibles que la lengua puede trasmitir con palabras. Esto es lo que Cristo llama “adorar en espíritu y en verdad” (Jn 4:23), y esto es lo que el Señor pide de nosotros. Jesús fue a la montaña a orar (Lc 6:12) y dirigió la mirada al cielo (Jn 17).  Así como él, también nosotros debemos apartar el espíritu de todo lo creacional y dirigirlo a Dios; ¿cómo puedes pedir que Dios esté atento a lo que dices, si tú mismo no prestas atención a lo que estás diciendo? - ¿Orar sin cesar? Esto es posible si oramos en espíritu, es decir, de tal manera que en nuestro espíritu haya un constante y vivo anhelo de estar con Dios.

Para esto no se necesita un fuerte clamor. Dios oye también los suspiros del corazón, dado que el corazón de los fieles es su vivienda (Jn 14:23).  A menudo bastan unas pocas palabras. Sabemos que Dios está presente incluso en nuestros pensamientos. Un solo suspiro que se eleva a Dios como ofrenda espiritual, sugerida por el Espíritu Santo, puede ser más agradable al Señor que rezos interminables donde está muy activa la lengua, pero permanece mudo el corazón. Quien quiera orar, hágalo con humildad, o sea, confiando no en supuestos méritos propios, sino únicamente en la gracia divina. Pues, si nuestra oración se basa en nuestro mérito y dignidad, lo que merece es ser condenada, por más que nuestro corazón rebose de pensamientos piadosos.

Nadie es del entero agrado de Dios sino Cristo. Por ende, nadie puede agradar a Dios con su oración si no la hace “por Jesucristo, tu querido Hijo, nuestro Señor.” Todos los sacrificios que no se presentaban en aquel único altar del Tabernáculo desagradaban a Dios (Dt 12:5); así, tampoco le puede agradar una oración que no se presente en el altar por excelencia, que es Cristo. A los hijos de Israel se les prometió que sus oraciones serían atendidas si dirigían la mirada hacia la ciudad de Jerusalén (1R 8:44). Igualmente, también nosotros, al orar, debemos dirigirnos a Cristo, el templo de la divinidad (Jn 3:19,21). Cuando Cristo ora en Getsemaní, se postra en tierra (Mr 14:35). ¡El Santísimo se humilla ante la Majestad divina!

El que quiere orar, hágalo con un corazón sincero. Declare con toda franqueza estar dispuesto a renunciar a cualquier alegría y sufrir con paciencia cualquier castigo. Cuanto más pronto se ore, mejor; cuanto más frecuentemente, mejor aún. Y cuanto mayor el fervor, mayor también el beneplácito de Dios. Otra recomendación es: “Oren sin cesar” (1Ts 5:17), pues si Dios demora en darnos una respuesta; no es para negarnos sus dones, sino para que nos concienticemos más aun de su valor e importancia. Finalmente: oremos llenos de confianza, sin dudar en ningún momento de que Dios, al escucharnos, siempre tiene en la mira nuestro bien.

Oh Señor, que nos mandas orar, concédenos sabiduría para que lo hagamos con la claridad, el fervor, la humildad, la sinceridad, la perseverancia y la confianza que te agradan. Amén.