El oprobio sufrido por Cristo es la honra de todos los que creemos en él; sus heridas son nuestra paz; su muerte es nuestra vida; y su exaltación, nuestra gloria. ¡Cuán grande es tu misericordia, Padre celestial, poderoso Dios! Tuve fuerzas suficientes para ofenderte pero para reconciliarme conmigo soy totalmente incapaz; por esto, tú mismo te reconcilias conmigo por virtud de Cristo. Lo que tu Hijo amado padeció, lo aceptas como pago por lo que te debe tu siervo malvado, y así, tu justa ira se torna en inmerecida compasión.

Sé que pesa sobre mí un serio castigo por mi vida en pecados; pero muchísimo más pesa lo que mi Redentor mereció a favor mío con su vida en santidad; grande es mi injusticia, pero muchísimo mayor es la justicia de Èl. “Mis caminos y mis pensamientos son más altos que los cielos sobre la tierra” (Is 55.9), dice el Señor. Así también la conmiseración del Padre en los cielos es “más alta” que la miseria de sus descarriados hijos sobre la tierra.

Todo lo que soy es tuyo debido a mi procedencia; ayúdame a que llegue a ser tuyo también por mi amor. Tú me dices: “Pidan, busquen, llamen” (Mt 7:7). Confiando en tu promesa, te ruego humildemente: dame lo que te pido, haz que encuentre lo que busco y atiéndeme cuando llamo. Tú produces en mí el querer; ¡produce también, te lo ruego, el hacer! (Fil 2:13). Santo Dios, Juez justo: mientras yo guardo silencio respecto de mis pecados (Sal 32:3), jamás tendrán cura; si los saco a la luz, aparecen en toda su fealdad. El dolor que me causan es terrible; pero más terrible aún es el temor que me infunden.

Tú bien sabes que mi desdicha es verdadera; no me quites, pues, tu compasión, que es igualmente verdadera; y borra mi gran culpa con tu aún mucho mayor bondad. Padre santo, no hagas caer sobre mí tu ira, tú que a causa de mis pecados hiciste caer los dolores de la cruz sobre tu Hijo. Jesús santo, líbrame de la ira divina, tú que en lugar mío fuiste arrestado por la turba vil. Espíritu santo, sé mi refugio contra la ira divina, tú que en tu santa palabra prometiste que los que tienen un corazón quebrantado y arrepentido (Sal 51:17) recibirán misericordia. Santo Dios, Juez justo: no encuentro lugar “donde podría huir de tu presencia: si subiera al cielo, allí estás tú; si tendiera mi lecho en el fondo del abismo, también estás allí. Si me llevara sobre las alas del alba, o me estableciera en los extremos del mar, aún allí tu mano me guiaría, ¡me sostendría tu mano derecha!” (Sal 139:7-10). Ya sé donde huir: a Cristo; ¡en sus heridas me esconderé!

Oh Dios misericordioso: mira el cuerpo de tu Hijo, enteramente cubierto de heridas, y no mires las heridas de mis maldades. Haz que la sangre de tu Hijo Jesucristo me limpie de todo pecado (1Jn 1:7). Abre tus oídos a sus insistentes ruegos  (Jn 17:11) con que pide tu protección para sus escogidos. Santo Dios, Juez justo: si observo con atención el camino de mi vida, me asusto: me parece ser el camino por un desierto. Los escasos frutos que creo descubrir, los veo atacados por la hipocresía, imperfectos, o viciados de alguna otra enfermedad. En pocas palabras mi vida no merece otra cosa que tu desagrado y desaprobación; porque en verdad, es una vida pecaminosa, y por ende condenable; o estéril, y por lo tanto reprobable. Y si no produce frutos buenos, igualmente es digna de condenación. En efecto: todo árbol que no produzca fruto bueno, será cortado y arrojado al fuego (Mt 3:10) -y esto se refieren no sólo al árbol malo, sino también al infructífero.

Me aterra  pensar en que el Hijo de hombre pondrá las cabras a su izquierda (Mt 25:32), no por el mal que hicieron, sino por el bien que no hicieron: no dieron de comer a los hambrientos, y no dieron nada de beber a los sedientos. ¿Para qué sirves entonces, árbol seco e inútil? Sólo para ser echado al fuego eterno. ¿Qué responderás en el día en que tendrás que rendir cuenta de los detalles más mínimos de esa vida que recibiste de las manos de Dios, y en la hora en que tendrás que decir cómo usaste ese regalo del cielo? Aún los cabellos de tu cabeza están contados (Lc12:7), dice la Escritura; así están contados también todos los momentos de tu vida. ¿En qué los inviertes?

¡Cuadro horrible! Aquí los pecados que me acusan, allí la justicia que me infunde miedo; debajo de mí, las fauces del infierno; por encima de mí, el juez airado; en mis adentros, el ardor de la conciencia aterrada, en derredor mío, el ardor del mundo con su torbellino de crímenes y tentaciones.

Si el justo con dificultad se salva, ¿que será del impío y del pecador? (1P 4:18) No habrá posibilidad de esconderse; pero ¿cómo se sentirá el impío y el pecador cuando tenga que mostrarse tal como es? ¿De dónde ha de venir mi ayuda? ¿Quién es el enviado de Dios al que llaman “Consejero”? (Is 9:6). Es Jesús el mismo Juez cuyo veredicto aguardo con temor- pero ¡ten ánimo, alma mía! Pon tu esperanza en aquel al cuál temías, refúgiate en aquel del cual huías. Jesucristo, por amor a tu nombre te pido: haz conmigo lo que tu nombre indica: ¡Sálvame! Reconozco que he merecido ser condenado, y que mi arrepentimiento no basta para escapar a este castigo. Pero también es cierto que tu  misericordia sobrepasa en mucho todo el dolor que te causé. En ti Señor, pongo mi confianza, y sé que jamás seré avergonzado (Sal 25:3).