Dios santo, Juez justo: tú me has confiado el cuidado no sólo de mi propia alma, sino también del alma de mi prójimo. Pero ¡cuántas veces, mi negligencia hace que mi prójimo sufra daños en su vivencia cristiana, porque no le advierto con suficiente valor, claridad e imparcialidad en cuanto a la seriedad de su pecado! Negligente soy en orar por su salud, temeroso en advertirle que no peque (Ez 3:21), y no estoy dispuesto a ayudarle en su camino hacia la salvación. Esto hace que cuando su camino lo conduce a la perdición, tú estarías en todo tu derecho a cargar la culpa sobre mis hombros. Si mi amor al prójimo fuese perfecto y sincero, con toda seguridad eso me induciría también a pronunciarle una franca palabra de advertencia.
Si en mi corazón ardiera la llama de un amor sincero, sin duda me impulsaría a ocuparme del bien espiritual de mi prójimo en mis oraciones. Orar por uno mismo es una necesidad; orar por la salud del alma de nuestro prójimo es una obra de amor. Así que: toda vez que dejo de orar por el bien de mi prójimo, he traspasado -lo confieso sinceramente- el mandamiento del amor. Mi prójimo fallece de muerte física, y he aquí, no termino de estallar en llanto y lamento, cuando en realidad, la muerte física no es para el creyente una desgracia, sino su paso a la patria celestial. Mi prójimo fallece de muerte espiritual, por cometer pecados mortales, y he aquí, lo veo morir sin inmutarme, sin entristecerme en modo alguno, pese a que el pecado es la verdadera muerte del alma, que le hace perder la gracia divina y la dicha eterna. Mi prójimo ofende al rey, que puede matar su cuerpo, y he aquí, recurro a todos los medios a mi alcance para tramitar su indulto: Mi prójimo ofende al Rey de reyes, que puede destruir el alma y el cuerpo en el infierno (Mt 10:23), y he aquí, me tiene sin cuidado, y ni pienso en que tal ofensa es un mal irremediable, de consecuencia perdurables.
Mi prójimo tropieza contra una piedra, y al instante corro en su ayuda para impedir que se caiga, o para levantarlo si se ha caído; pero tropieza contra la piedra angular de nuestra salvación (Sal 118:22), y he aquí, como me siento fuera de peligro, no reparo en ello, en lugar de esforzarme en cumplir con mi deber de restaurarlo. Mis pecados son lo suficientemente numerosos y graves, y no obstante no tuve reparos en hacerme cómplice también de pecados ajenos.
¡Oh Dios, ten compasión de mí, hombre tan cargado de pecados! Me refugio en tu misericordia que me has prometido en Cristo y por medio de él. Acudo al que es la vida (Jn 14:6), yo que estoy muerto en pecado. Acudo al que es el camino, yo, que ando perdido por el camino del pecado. Acudo al que en verdad me trae salvación, yo, que a causa de mis pecados he merecido la condenación. Vivifícame, condúceme, y sálvame, tú que eres ahora y por siempre mi camino, mi verdad y mi vida. Amén.