Santificarás el día de reposo
EL TERCER MANDAMIENTO
Decimos “día de Reposo”, ateniéndonos a la palabra hebrea “sabbat”, que significa “festejar”, “descansar después del trabajo”. Por ello solemos decir Feierabend machen o heiligen Abend gebenn. Es esto Dios mismo en el Antiguo Testamento escogió el séptimo día y lo instituyó como el día festivo, ordenando que este mismo fuera santificado, más que todos los demás días. Por lo tanto, en lo que se refiere a este reposo exterior, este mandamiento ha sido impuesto únicamente a los judíos. Estaban obligados a no ejecutar grandes faenas y a reposar, a fin de que los hombres y los animales de labor pudieran recobrar sus fuerzas, evitando de tal modo el debilitamiento por un trabajo continuo. Sin embargo, los mismos judíos limitaron mucho el sentido del "sábado" y abusaron de él groseramente, de tal manera que llegaron también a escarnecer a Cristo y no podían soportar las obras que ellos mismos hacían en el sábado, como se lee en el Evangelio. Precisamente, como si con no realizar obra alguna exterior se debiese cumplir el mandamiento, lo que no era la intención, sino por lo contrario que observaran esto: que debían santificar el día de fiesta o reposo, como lo escucharemos después.
Por consiguiente, no nos atañe como cristianos el sentido verbal externo del presente mandamiento, pues se trata de una cosa totalmente externa, semejante a otros preceptos del Antiguo Testamento relacionados con costumbres, gentes, tiempos y lugares determinados. De todas estas cosas hemos sido librados por Jesucristo. Para poder llegar a una comprensión cristiana de lo que Dios exige en este mandamiento y que sea entendida por las personas sencillas, digamos en primer lugar que la celebración de los días de reposo no es por causa de los cristianos inteligentes y eruditos (pues éstos no lo necesitan), sino, en primer lugar por causa de nuestro cuerpo y por pura necesidad que la misma naturaleza enseña y exige que sea satisfecha por la generalidad, es decir, por los criados y criadas que durante la semana han venido ocupándose de sus faenas y labores y que, por tanto, también necesitan un día para descansar y reponerse. Sin embargo, lo esencial es en dicho día de reposo, disponer de la ocasión y el tiempo, que de otro modo no se ofrecen, para tomar parte en el culto a Dios, esto es, para juntarnos todos a escuchar y meditar la palabra de Dios y alabarlo, cantarle y orar.
Pero, como digo, esto no está de por sí sujeto a un tiempo determinado, como hacían los judíos, debiendo ser este día o aquel otro, pues ningún día es en sí mismo mejor que otro; por lo contrario, el culto divino debiera celebrarse diariamente. No obstante, la mayoría se ve impedida de hacerlo y ha de escogerse, por lo tanto, por lo menos un día de la semana para ello. Siendo el domingo el día fijado desde la antigüedad, conviene seguir celebrándolo para que exista un orden unánime y para que no se engendre desorden con inútiles innovaciones. La intención simple de este mandamiento es, por consiguiente, ya que de todas maneras hay días de fiesta, que se aprovechen tales feriados para instruirse en la palabra de Dios. Por lo tanto, la función que es propia a dicho día debe consistir en el ministerio de la predicación, tanto por causa de la juventud como del pobre pueblo. Sin embargo, sería equivocado entender la celebración del día de reposo tan estrechamente como para prohibir la ejecución de algún trabajo casual. Si se te preguntase, ¿qué significa "santificar el día de reposo"?, contestarás así: "santificar el día de reposo es considerarlo santo". ¿Y qué es, pues, considerarlo santo? No es otra cosa que hablar, obrar y vivir santamente. El día de reposo en sí no precisa de santificación alguna, pues ya fue creado como día santo. Sin embargo, Dios desea que tal día sea santo también para ti. Por consiguiente, de ti dependerá que sea santo o no santo el día de reposo, según tú hagas cosas santas o no santas. ¿Cómo tiene lugar ahora esta santificación? No sentándonos detrás de la estufa o haciendo trabajos vulgares o colocándonos una corona sobre la cabeza o poniéndonos el mejor vestido; sino, como antes se indicó, para que nos ocupemos de la palabra de Dios y nos ejercitemos en ella.
En verdad, los cristianos deberíamos observar siempre tal día festivo, y hacer cosas santas, esto es, ocuparnos a diario de la palabra de Dios teniéndola tanto en el corazón como en los labios. Pero, como se dijo, no todos disponemos del tiempo y del ocio, por eso debemos dedicar algunas horas de la semana a la juventud, o por lo menos un día entero para todo el pueblo, con objeto de preocuparse de esto sólo y se estudien precisamente y mediten los Diez Mandamientos, el Credo y el Padrenuestro, dirigiendo así toda nuestra vida y ser por la palabra divina. Cualquiera sea el tiempo en que estas cosas estén en vigor y sean practicadas, se observa un verdadero día de reposo; en otro caso, no deberá ser llamado día festivo cristiano. Porque quienes no son cristianos también saben festejar y descansar, igual que ese enjambre de nuestros clérigos que se pasan el día en la iglesia; cantan, tocan, pero jamás santifican el día de reposo, pues ni predican, ni se ejercitan en la palabra de Dios, antes al contrario, enseñan y viven en contra de la misma.
En efecto, la palabra de Dios es la cosa más santa de todas las cosas santas. Todavía más: ella es lo único que los cristianos conocemos y poseemos. Si reuniésemos todos los huesos y vestiduras santas y consagradas, de todos los santos, de nada nos ayudarían, pues son cosas muertas y que no pueden santificarnos. Pero la palabra de Dios es el tesoro que todo lo santifica y, también, lo que ha santificado a todos los santos. Ahora bien: las horas dedicadas a la palabra de Dios, ora predicándola, ora escuchándola, ora leyéndola, ora meditándola, son una ocupación que santifica a la persona, el día y la obra; mas no por la mera obra exterior, sino por la palabra de Dios que nos hace santos a todos. Por eso, digo sin cesar que toda nuestra vida y obra tienen que dirigirse por la palabra de Dios, si deben llamarse agradables a Dios o santas. Donde esto ocurre, este mandamiento se cumple en su fuerza y plenitud. Por lo contrario, toda cosa u obra que se dirige fuera de la palabra de Dios son ante Dios no santas, aunque aparezcan y resplandezcan como quiera y si bien se las recubre de santidad, como hacen los ficticios estados religiosos que no conocen la palabra de Dios y buscan la santificación en sus obras.
Ten en cuenta, pues, que la fuerza y el poder de este mandamiento no consiste en la celebración, sino en la santificación del día festivo de manera que este día tenga una santa actividad especial. Otras actividades y negocios no pueden calificarse propiamente de actividades santas, a no ser que el hombre que las ejecute sea ya de antemano santo; mientras que aquí se debe realizar una tal obra mediante la cual el hombre mismo se santifique, lo cual, como ya se dijo, sucede solamente en virtud de la palabra de Dios. Y para este fin se han instituido y determinado lugares, tiempos y personas, así como también todo el culto divino exterior, con el objeto de que estas cosas estén también en vigor públicamente Dado que la palabra de Dios es tan importante que sin ella no es posible ser santificado el día de reposo, debemos saber que Dios quiere que severamente se cumpla este mandamiento y castiga a todos los que menosprecian su palabra y no quieren oírla y aprenderla, especialmente en el día fijado para esto. De aquí que no pequen contra este mandamiento únicamente quienes lo usen groseramente en indebida forma profanándolo como, por ejemplo, hacen los que se dispensan de escuchar la palabra divina por avaricia o por ligereza o están en las tabernas locos y beodos como los puercos; sino que también quebrantan el mandamiento el sinnúmero de personas que oyen la palabra de Dios como una nadería cualquiera o que sólo por costumbre asisten al sermón y entran y salen de la iglesia de tal modo que, al cabo del año, saben tanto como al principio. En efecto, hasta ahora se ha pensado que se había celebrado bien, si el domingo se acudía a la misa o a oír la lectura del evangelio. Sin embargo, nadie se preocupaba por la palabra de Dios, como tampoco nadie la enseñaba. Pero hoy que tenemos la palabra de Dios, tampoco se ha suprimido el mal uso de la misa. Sin cesar se nos predica y amonesta, pero lo escuchamos sin seriedad y preocupación. Aprende, por lo tanto, que no se trata únicamente de oír, sino sobre todo, de aprender y retener lo aprendido y no pienses tampoco que pueda depender de tu arbitrio o que no tenga gran importancia, antes bien, trátase del mandamiento de Dios que te exigirá cómo escuchaste, aprendiste y honraste su palabra.
También será preciso censurar a los espíritus presumidos que, después de haber oído uno o dos sermones, se hartan y están saciados, como si ya lo supieran todo y no precisasen de maestro alguno. Se trata del pecado que hasta hoy figuraba entre los pecados mortales con el nombre de akidía, palabra griega que significa pereza o saciedad, una peste odiosa y dañina con la que el diablo embauca y engaña muchos corazones para sorprendernos y sustraernos secretamente la palabra de Dios.
En efecto, considera esto como una afirmación: aunque todo lo hiciéramos de la mejor manera posible y fueras maestro de todas las cosas, no por eso dejas de morar diariamente en el reino del diablo. Este no descansa día y noche para acecharte y encender en ti la incredulidad y malos pensamientos contrarios a lo que aquí acabamos de exponer y a todos los mandamientos. Por eso es imprescindible que tengas en tu corazón, en todo momento, la palabra de Dios; en tus labios, en tus oídos. Pero sí tu corazón está ocioso y la palabra de Dios no suena, el diablo se abrirá paso y te dañará aún antes de que puedas advertirlo. Por lo contrario, la palabra posee la fuerza cuando se la considera con seriedad, escucha y trata, de no pasar estéril, sino también de despertar incesantemente una comprensión, un goce y una devoción nuevos, suscitando un corazón y pensamientos puros. Porque no es un conjunto de palabras ineficaces o muertas, sino activas y vivas. Y si no nos impulsara ningún otro provecho o necesidad, debería incitar a cualquiera el hecho de que el diablo mediante la palabra de Dios es espantado y ahuyentado, lográndose además que se cumpla este mandamiento, agradando con ello a Dios más que con todas las otras obras hipócritas que resplandecen.