TERCERA PARTE

Hemos oído ahora qué se debe hacer y creer. En ello consiste la vida mejor y más feliz. Sigue ahora la tercera parte: ¿Cómo se debe orar? Puesto que estamos hechos de tal modo que nadie puede observar plenamente los Diez Mandamientos —aunque haya empezado a creer y el diablo se oponga a ello con toda fuerza, como asimismo el mundo y nuestra propia carne— por esto, no hay nada tan necesario como asediar de continuo a Dios, clamar y pedir que nos dé, conserve y aumente la fe y el cumplimiento de los Diez Mandamientos y nos quite de en medio todo cuanto está en nuestro camino e impide. Mas para que sepamos qué y cómo debemos orar, nuestro SEÑOR Cristo mismo nos enseñó la manera y las palabras, como veremos.

Antes de explicar por partes el Padrenuestro, será muy necesario previamente exhortar a la gente y estimularla a orar, como lo hicieran también Cristo y los apóstoles. Hemos de saber primero que de Dios recibe el nombre de Espíritu Santo, es decir, el espíritu que estamos obligados a orar a causa del mandamiento de Dios. Hemos oído, en efecto, en el segundo mandamiento: "No tomarás el nombre de tu Dios en vano". En este mandamiento se exige alabar el santo nombre e invocarlo u orar en todas las necesidades, puesto que invocar no es otra cosa que orar. Por consiguiente, orar es mandado severa y seriamente del mismo modo como todos los demás mandamientos: no tener otro dios, no matar, no hurtar, etc., para que nadie piense que es lo mismo orar o no orar, tal como creen las personas burdas que tienen la siguiente obcecación e idea: "¿Para qué debo orar? ¿Quién sabe si Dios atiende mi oración o quiere oírla? Si yo no oro, otro lo hará". De esta manera adquieren la costumbre de no orar ya jamás, pretextando que nosotros rechazamos oraciones falsas e hipócritas, como si enseñásemos que no se debiera orar o que no fuera menester rezar.

No obstante, en todo caso esto es cierto: las oraciones que se han hecho hasta ahora, salmodiadas y vociferadas en la iglesia, etc., no han sido en verdad oraciones, puesto que semejante cosa exterior, cuando está bien realizada, puede constituir un ejercicio para los niños, alumnos y las personas simples. Podrán llamarse cantos o lecciones, pero no son propiamente oraciones. En cambio, tal como enseña el segundo mandamiento, orar es "invocar a Dios en todas las adversidades". Esto lo quiere Dios de nosotros y ello no dependerá de nuestro arbitrio.

Por lo contrario, debemos orar y es necesario que lo hagamos, si queremos ser cristianos. Lo mismo que debemos obedecer y es necesario que lo hagamos a nuestro padre, a nuestra madre y a las autoridades. Con las oraciones e imploraciones se honra el nombre de Dios y se lo emplea útilmente. Ante todo, debes tener presente que con ello haces callar y repulsas los pensamientos que nos apartan y espantan de la oración. En efecto, lo mismo que no vale que un hijo diga al padre: "¿Qué importa mi obediencia? Yo quiero ir y hacer lo que pueda. Lo mismo da". Al contrario, he aquí el mandamiento: Tienes el deber y la obligación de hacerlo. Tampoco está aquí en mi voluntad el hacerlo o dejarlo de hacer, sino que debo orar y tengo la obligación de hacerlo.

Por ello, debes concluir y pensar: Como con toda insistencia se ha ordenado que oremos, de ninguna manera ha de menospreciar nadie su oración, sino que la tendrá en grande y suma estima. Toma tú siempre el ejemplo de los demás mandamientos. De ningún modo un niño ha de despreciar la obediencia al padre y a la madre, sino que siempre debe pensar: "La obra es obra de obediencia y lo que hago no lo realizo con otra intención, sino de que se efectúe en la obediencia y según el mandamiento de Dios. Sobre esto puedo fundamentarme y apoyarme y estimo mucho tal obra, no por mi dignidad, sino por el mandamiento". Lo mismo sucede también en este caso.

Lo que pedimos y por lo cual pedimos a Dios, siempre hemos de considerarlo como algo exigido por Dios y realizado en obediencia y pensaremos: "En cuanto a mí atañe, no sería nada, pero deberá valer, porque Dios lo ha mandado". Así, cada cual debe presentarse siempre ante Dios —cualquiera sea su petición— en la obediencia a este mandamiento. Pedimos y amonestamos diligentísimamente por ello a todos para que tomen estas cosas de corazón y que de modo alguno desprecien nuestra oración. Pues hasta ahora se ha enseñado en el nombre del diablo, de manera que nadie apreciaba tales cosas y se opinaba que bastaba con que la obra se llevase a cabo, sin que importe que Dios escuchara sus ruegos o no. Esto significa arriesgar la oración al azar y murmurarla a la buena ventura y, por ello, es una oración perdida. Pues, nosotros nos dejamos detener y espantar por tales pensamientos. "No soy suficientemente santo, ni digno. Si fuese tan piadoso y santo como San Pedro o San Pablo rezaría". Pero, alejemos tales ideas cuanto podamos, puesto que el mismo mandamiento que regía para San Pablo, también me atañe a mí. El segundo mandamiento tanto se ha establecido a causa mía como por él, de modo que no pueda jactarse de tener un mandamiento mejor ni más santo. Por lo tanto, deberás decir: "La oración que yo hago es tan preciosa, santa y agradable a Dios como la de San Pablo y de los demás santos. La causa es la siguiente: con gusto admito que él sea más santo en cuanto a su persona, pero no en lo que concierne al mandamiento, porque Dios no mira la oración por la persona, sino a causa de su palabra y de la obediencia. Pues, en el mandamiento, en el cual fundamentan su oración todos los santos, baso yo también la mía. Además, rezo por lo mismo que todos ellos en conjunto piden y han pedido".

Sea la parte primera y la más necesaria que toda nuestra oración se deba fundamentar y apoyar en la obediencia a Dios, sin que se mire nuestra persona, seamos pecadores o justos, dignos o indignos. Han de saber todos que Dios quiere que esto se tome en serio y que se airará y nos castigará si no pedimos, como fustiga toda desobediencia; luego, que no desea que nuestras preces sean en vano y perdidas. Si no quisiese atender tus ruegos no te habría ordenado orar y no lo habría impuesto por un mandamiento tan severo.

Por otra parte, lo que nos debe incitar tanto más y estimular es el hecho de que Dios agregara y confirmara también una promesa, concediendo que ha de ser seguro y cierto lo que pedimos en oración, como dice en el Salmo 50: "Invócame en el día de la angustia: te libraré"; lo mismo Cristo en el evangelio de Mateo: "Pedid y se os dará, etc., porque cualquiera que pide, recibe". Por cierto, esto debería despertar nuestro corazón e inflamarlo para orar con gozo y amor, puesto que Dios con su palabra testimonia que nuestra oración le agrada de corazón. Además, con certeza será atendida y concedida para que no la despreciemos, ni la arrojemos al viento, ni oremos al azar. Esto se lo puedes hacer presente diciendo: "Aquí vengo, amado Padre, y no pido por mi propósito, ni por dignidad propia, sino a causa de tu mandamiento y de tu promesa que no puede fallar ni mentirme". Quien no cree en tal promesa, ha de saber una vez más que enoja a Dios como quien lo deshonra en sumo grado y lo trata de mentiroso.

Además, también nos incitará y nos atraerá que, fuera del mandamiento y de la promisión, Dios se anticipe y nos ponga en la boca él mismo la palabra y el modo de cómo y qué hemos de orar, para que veamos cuan cordialmente se está ocupando de nuestra necesidad, para que de manera alguna dudemos que le agrade tal oración y que de seguro es atendida. Esto es una gran ventaja sobre todas las demás oraciones que podríamos excogitar nosotros, puesto que en este caso la conciencia siempre estaría en dudas y diría: "He orado, mas, ¿quién sabe cómo esto le agrada y si he encontrado la medida y el modo adecuados?" Por ello, no se puede encontrar en la tierra oración más noble, porque tiene este excelente testimonio de que a Dios le agrada cordialmente oírla. Tan valiosa es que por ella no deberíamos aceptar las riquezas del mundo entero.

Y también ha sido prescripta de esta manera con el fin de que veamos y consideremos la necesidad que nos ha de impeler y obligar a orar continuamente. Pues quien quiere pedir, debe aportar, proponer y nombrar algo que desea. De otra forma no puede hablarse de oración. En consecuencia, desechamos con razón las oraciones de los monjes y curas que aúllan terriblemente y murmuran día y noche, mas ninguno de ellos piensa en pedir siquiera una bagatela. Y si juntásemos todas las iglesias y sus clérigos, tendrían que confesar que jamás han orado de corazón ni por una gotita de obediencia a Dios y por la fe en la promesa; tampoco consideraban necesidad alguna, sino que no pensaban en otra cosa (cuando lo hacían en la forma mejor) que en realizar una buena obra para pagar así a Dios como gente que no quería recibir algo de él, sino únicamente darle.

Sin embargo, allí donde haya oración verdadera es menester que sea cosa seria y que se sienta su necesidad y una necesidad tal que nos pese y nos impela a llamar y clamar. De este modo, la oración surge espontáneamente, como es que debe surgir. No precisa de enseñanza alguna sobre cómo debe prepararse y conseguir la devoción. Mas la necesidad que ha de preocuparnos tanto por nosotros como por todos, la hallarás con la suficiente abundancia en el Padrenuestro. Por ello, éste también servirá para que nos acordemos de ella, la contemplemos y la tomemos de corazón, para que no nos cansemos de orar. En efecto, todos tenemos suficientemente cosas que nos faltan, pero la falla está en que no lo sentimos, ni vemos. Por eso, Dios quiere también que lamentes semejante adversidad y penuria y la menciones expresamente, no como si él no la conociera, sino para que tú enciendas tu corazón a fin de desear más y con más fuerza y para que sólo extiendas ampliamente el manto y lo abras para recibir mucho.

Por eso, desde la puericia debemos acostumbrarnos a orar diariamente, cada cual por todas sus necesidades dondequiera que sienta algo que le atañe, y también por las necesidades de otras personas entre las cuales vive, a saber, por los predicadores, las autoridades, los vecinos y la servidumbre, y siempre (como queda dicho) hemos de hacer presente a Dios, su mandamiento y su promesa, y saber que no quiere que se desprecie la oración. Lo digo, porque me gustaría volver a difundir entre los hombres que aprendiesen a orar rectamente, en lugar de andar tan rudos y fríos, por lo cual se vuelven, cada vez más torpes para orar. Esto lo quiere el diablo y contribuye a ello con todas sus fuerzas, puesto que bien siente el mal y el daño que se le hace, cuando la oración se practica como es debido.

Hemos de saber que toda nuestra defensa y protección reside solamente en la oración, puesto que somos demasiado débiles frente al diablo, su poder y sus adictos. Si nos atacan, fácilmente podrían pisotearnos. Por lo tanto, tenemos que pensar y tomar las armas con las que los cristianos deben estar preparados para mantenerse frente al diablo. ¿Crees que hasta ahora se habrían realizado cosas tan grandes, que se habrían repelido, reprimido los consejos de nuestros enemigos, sus propósitos, homicidios y rebeliones por los cuales el diablo ha pensado destruirnos junto con el evangelio, si como un muro de hierro no se hubiesen interpuesto las preces de algunas personas piadosas a nuestro favor? Ellos mismos habrían presenciado un juego completamente distinto, viendo que el diablo habría hecha perecer toda Alemania en su propia sangre. Mas, ahora podrán reírse y burlarse con tranquilidad. No obstante, frente a ellos y al diablo, por la sola oración tendremos suficiente poder, con tal que continuemos diligentemente y no nos cansemos. Porque donde algún cristiano piadoso pide: "Amado Padre, hágase tu voluntad", él, en los cielos, dice: "Sí, hijo amado, por cierto será y sucederá así, pese al diablo y al mundo entero".

Esto queda dicho a modo de exhortación a fin de que se aprenda ante todo a considerar la oración como una cosa grande y preciosa y para que se conozca la verdadera diferencia entre el parlotear y el pedir algo. De ninguna manera rechazamos la oración, sino sólo la mera batología y el murmureo inútiles, como también Cristo mismo reprueba y prohíbe la palabrería larga. Ahora trataremos del Padrenuestro en la forma más breve y más clara. En él está comprendida, en una serie de siete artículos o peticiones, toda la necesidad que nos concierne sin cesar, y cada una es tan grande que nos debería impulsar a rogar por ella durante toda nuestra vida.