No hablarás falso testimonio contra tu prójimo


EL OCTAVO MANDAMIENTO

Aparte de nuestro propio cuerpo, nuestro cónyuge y los bienes materiales, poseemos un tesoro del que no podemos prescindir: el honor y la buena fama. Pues importa vivir entre la gente sin ser deshonrado públicamente y sufriendo el desprecio de todos. Por lo tanto, quiere Dios que no se sustraiga o se disminuya al prójimo su fama, su reputación y su justicia, en la misma forma como tampoco los bienes o el dinero, a fin de que cada cual permanezca con su honor a los ojos de su mujer, sus hijos, su servidumbre y sus vecinos. En primer término, el sentido más fácilmente comprensible de este mandamiento se refiere, como lo dicen las mismas palabras (no hablarás falso testimonio), a un tribunal de justicia pública, cuando se acusa a un pobre e inocente hombre y se le oprime mediante falsos testigos con la finalidad de que sea castigado en su cuerpo, en sus bienes o en su honor.

Parece como si esto nos atañese poco en estos tiempos, pero entre los judíos era una cosa extremadamente corriente. El pueblo judío estaba dentro de un régimen excelente y ordenado y dondequiera que se dé lo mismo no ha de faltar este pecado. La razón es ésta: donde hay jueces, alcaldes y príncipes u otras autoridades, jamás falta el falso testimonio y se sigue el curso del mundo, de modo que nadie quiere aparecer como ofensor sino que se prefiere ser hipócrita y se habla en consideración de favores, dinero, esperanzas o amistad. Siendo esto así, el pobre siempre será oprimido lo mismo que su causa, nunca tendrá la razón y tendrá que sufrir castigo. Es un verdadero azote general en el mundo que en los tribunales rara vez estén personas justas. Porque el juez debería ser ante todo, un hombre justo. Pero no sólo esto, sino que también sabio y sagaz; aún más, valiente y resuelto. Además, todo testigo habrá de ser resuelto y, más que nada, justo. Claro está que quien juzgue todas las cosas rectamente y deba imponer su juicio, enojará más de una vez a sus buenos amigos, cuñados y vecinos, a los ricos y a los poderosos, todos los cuales tanto pueden servirle como perjudicarle. Por eso, el juez habrá de cerrar ojos y oídos, excepto a lo que inmediatamente se le presente y según ello pronunciar su juicio.

En primer lugar, este mandamiento tiene como finalidad que cada uno ayude a su prójimo a obtener su derecho, no dejando que se dificulte o se tuerza, antes al contrario deberá promover y vigilar por ello, ya sea como juez o como testigo, y trátese de lo que se trate. Y especialmente es asignada una meta a nuestros señores juristas: vigilar por tratar las cosas correcta y sinceramente, dejando en su derecho lo que es derecho y, a la inversa, no trastrocar, ni encubrir, ocultar o silenciar, sin considerar el dinero, los bienes, el honor o el poderío. Éste es un primer punto y el sentido más simple de este mandamiento y que se refiere a todo cuanto ocurre en los tribunales.

En segundo lugar, se extiende dicho significado mucho más, cuando se lo lleva al tribunal o gobierno espiritual. Sucede así que cada uno levanta falso testimonio contra su prójimo, puesto que es un hecho innegable que donde hay predicadores y cristianos auténticos, son calificados, según el juicio del mundo, de herejes y apóstatas. Aún más: se los tacha de malvados revolucionarios y desesperados. Además, la palabra de Dios está obligada de la manera más vergonzosa y dañina a dejarse perseguir, blasfemar y acusar de falsedad, trastrocar y citar e interpretar erróneamente. Pero, que siga esto su camino, ya que es cualidad del mundo ciego condenar y perseguir a la verdad y a los hijos de Dios, sin considerarlo un pecado.

En tercer lugar, y esto nos concierne a todos, se prohíbe en este mandamiento todo pecado de la lengua mediante el cual se perjudica al prójimo o se le lastima. Pues, decir falso testimonio no es otra cosa que obra de la boca. Dios quiere prohibir todo aquello que se hace por esta obra de la boca contra el prójimo, ya se trate de falsos predicadores por sus doctrinas y blasfemias o falsos jueces y testigos con su juicio, o de otra forma, fuera de los límites del tribunal por mentiras y maledicencias. Dentro de esto cabe especialmente el detestable y vergonzoso vicio de difamar o calumniar, con lo cual el diablo nos gobierna y sobre el cual mucho podría decirse. Porque es una calamidad general y perniciosa que cada uno prefiera oír decir cosas malas que buenas del prójimo. No podemos oír que se digan del prójimo las mejores cosas; aunque somos tan malos que no podemos soportar si alguien dice algo malo de nuestra persona, sino que cada cual quisiera con gusto que todo el mundo dijera lo mejor de él.

Por tanto, conviene tener presente, para evitar dicho vicio, que ninguno de nosotros ha sido impuesto para juzgar y condenar al prójimo públicamente, aunque sea notorio que éste haya pecado. Sólo podremos juzgar y castigar, si así nos ha sido ordenado. Hay una gran diferencia entre estas dos cosas: juzgar el pecado y conocer el pecado. Bien puedes conocerlo, pero no debes juzgarlo. Puedo ver, claro está, y escuchar que el prójimo peca, pero no me ha sido ordenado comunicárselo a los demás. Si, a pesar de eso, me entrometo, juzgo y condeno, cometo un pecado mayor aún que el del prójimo. Pero si sabes del pecado ajeno, haz de tus oídos una tumba y cúbrela hasta que se te ordene ser juez y entonces, como propio de tu función, podrás condenar.

Difamadores son quienes no permanecen en el conocer, sino que van más lejos, anticipándose al enjuiciamiento. Tan pronto como conocen un detalle del prójimo, en seguida lo pregonan en todos los rincones, muestran verdadero placer y se alegran en hozar la suciedad del prójimo, como los puercos que se revuelcan en el cieno, revolviéndolo con su hocico. Tales difamadores usurpan el juicio y el oficio que corresponden a Dios y, además, enjuician y condenan de manera durísima. En efecto, ningún juez puede condenar más severamente, ni ir más lejos que diciendo: "Este hombre es un ladrón, un asesino, un traidor", etc. Por consiguiente, quien ose decir algo semejante del prójimo, interviene tan lejos como si fuese el emperador o las autoridades en general. Porque, si bien no dispones de la espada, sin embargo, usas tu lengua venenosa, en perjuicio y para vergüenza del prójimo.

Así se explica que Dios no quiera que se permita que se hable mal del prójimo, aunque éste sea culpable o se sepa; mucho menos cuando no se sabe y sólo se ha tomado de oídas. Sin embargo, dirás: "¿No he de decirlo, siendo la verdad?" Respondo: "¿Por qué no lo llevas a los jueces competentes?" "No lo puedo atestiguar públicamente; podrían cerrarme la boca y despedirme de mala manera". Bien, amigo mío, ¿es que vas oliendo ya el asado? Si no te atreves a presentarte ante personas autorizadas para responder por lo que dices, cierra la boca. Y si sabes algo, rétenlo para tus adentros y no se lo comuniques a nadie. Porque si lo propagas, aunque sea verdad, quedarás como un mentiroso, puesto que no puedes demostrarlo; además, actuarás como un malvado. Pues a nadie debe privársele de su honor y de su fama, a no ser que haya sido privado de ella de manera pública. Se deduce, por tanto, que falso testimonio será todo cuanto no se pueda probar como corresponda. Por eso, lo que no puede ser revelado con pruebas suficientes, no puede ser revelado, ni afirmado como verdad. En resumen, lo que sea un secreto debe permanecer como tal o condenado también en secreto, como en seguida veremos. Si algún charlatán se presentase delante de ti y te hablase mal del prójimo y lo calumniase, háblale frente a frente, de manera que se ponga rojo de vergüenza; de esta manera, más de alguno callará su boca; de lo contrario arrojaría sobre cualquier pobre hombre su habladuría, de la cual difícilmente podría salir nuevamente. Pues el honor y la buena fama son fáciles de quitar, pero difíciles de reponer.

Como ves, queda terminantemente prohibido hablar mal del prójimo. Una excepción son, sin embargo, las autoridades seculares, los predicadores y los padres y las madres. Es decir, que este mandamiento tiene que ser entendido en el sentido de que la maldad no debe quedar impune. Así como, según el quinto mandamiento, no se debe dañar a nadie corporalmente, con la única excepción del "maestro Juan", cuyo oficio no es hacer el bien, sino dañar y hacer el mal, sin que por eso cometa pecado contra el mandamiento de Dios, porque es Dios mismo quien ha instituido dicho oficio en su nombre (pues Dios se reserva el derecho de castigar como mejor le parece, según amenaza en el primer mandamiento). Lo mismo también cada cual, en cuanto a su persona se refiere, no debe juzgar y condenar a los demás. Aun si no lo hacen los que se les ha encomendado realizarlo, pecan en verdad, lo mismo que aquel que lo hiciera sin tener el cargo oficial para hacerlo. Porque aquí (el tribunal) exige la necesidad de que hablen del mal, acusen, declaren, interroguen y testifiquen contra el prójimo. Sucede lo mismo con el médico que, a veces, tiene la obligación de observar y proceder en lugares secretos del enfermo para curarlo. De aquí que, asimismo, resulta que las autoridades, los padres y aun los hermanos y hermanas y los buenos amigos entre sí tienen el deber de condenar la maldad siempre que sea necesario y provechoso.

Ahora bien, la manera correcta sería observar el orden prescrito en el evangelio, cuando Cristo dice (Mateo 19): "Si tu hermano pecare contra ti, ve y repréndelo entre ti y él solo". Aquí tienes una preciosa y excelente enseñanza para dominar la lengua y que se dirige contra el lamentable abuso. Guíate por ella y no denigres inmediatamente a tu prójimo hablando con otros, ni lo difames, sino amonéstale en secreto a fin de que se corrija. Lo mismo también debe ser cuando alguien te cuente lo que éste o aquél han hecho. Enséñale de manera que vaya y le condene en su misma cara, si es que lo vio, de lo contrario, que se calle la boca.

Estas cosas las puedes aprender del régimen cotidiano de cualquier hogar. Pues, así obra el señor en la casa, cuando observa que uno de sus criados no hace lo que debe; se lo dice él mismo, directamente. Pero, si en vez de hacerlo así, fuera tan necio como para dejar al criado sentado en su casa, saliendo a las calles para quejarse a sus vecinos, es seguro que le dirían: "Necio, ¿y qué nos importa a nosotros?, ¿por qué no se lo dices a él mismo?" Mira, esto sería obrar fraternalmente, cuando se remedia el mal y se deja incólume el honor del prójimo. Como Cristo lo dice también: "...Si te oyere, has ganado a tu hermano...". Ahí has hecho una obra grande y excelente. Pues, ¿piensas que es una cosa insignificante ganar a un hermano? ¡Que se presenten a una todos los monjes y todas las santas órdenes con todas sus obras reunidas y veremos si pueden gloriarse de haber ganado a un hermano!

Enseña Cristo además: "Mas si no te oyere, toma aun contigo uno o dos, para que toda cosa conste en boca de dos o tres testigos". Esto quiere decir que se debe tratar con la persona misma lo que le concierne, en vez de hablar mal a sus espaldas. Y si aun así no se obtuviere resultado alguno, entonces sí se deberá llevarlo públicamente ante la comunidad, sea ante los tribunales seculares, sea ante los tribunales eclesiásticos. Porque así no estarás tú solo, sino que tendrás aquellos testigos, con cuya ayuda te será posible demostrar la culpa del acusado. Y basándose en esto, el juez podrá dictar la sentencia e imponer la condena correspondiente. De esta forma es posible llegar con orden y justicia a precaverse y mejorar a los malos, mientras que pregonando la maldad ajena a voz en cuello por todos los rincones y removiendo así el cieno, no se corregirá a nadie. Luego, cuando se deba dar razón y testimoniar, se quiere estar como si nada se hubiera dicho. Por eso, con justicia les ocurrirá a tales charlatanes si se les hace perder el gusto para que sirva de advertencia a los demás. ¡Ah, si lo hicieras para corrección del prójimo y por amor a la verdad, no andarías dando rodeos en secreto, ni temerías el día o la luz!

Todo lo dicho es únicamente de los pecados ocultos. Empero, si se tratase de alguien cuyo pecado es de tal modo manifiesto que no sólo el juez sino también cualquiera lo conoce, podrás apartarte del tal, sin cometer por eso pecado alguno, y dejarlo como a quien se ha deshonrado a sí mismo y, además, testificar contra él públicamente. Porque no hay maledicencia, ni enjuiciamiento falso, ni testimonio falso contra lo que ha sido demostrado públicamente. Como, por ejemplo, condenamos ahora al papa y sus doctrinas, pues ya han sido expuestas públicamente a la luz del día en libros y se ha divulgado por todo el mundo. Porque donde el pecado se comete abiertamente, la condena que sigue debe tener también el mismo carácter, con objeto de que cada uno pueda precaverse ante ello.

Por consiguiente, tenemos ahora el resumen y el significado general de este mandamiento: que nadie perjudique con su lengua al prójimo, ya sea amigo o enemigo, ni diga mal de él (sea verdad o mentira), si no es en virtud de un mandato o para corregirle. Antes bien, usará y se servirá de su lengua para hablar lo mejor de todos y para cubrir y disculpar sus pecados y faltas, paliándolos y disimulándolos con su honor. Nuestro móvil debe ser principalmente lo que Cristo indica en el evangelio, con lo cual quiere resumir todos los mandamientos que se relacionan con el prójimo: "Todas las cosas que quisierais que los hombres deban hacer con vosotros, así también haced vosotros con ellos".

Asimismo la naturaleza nos enseña esto en nuestro propio cuerpo, como el apóstol Pablo dice en el capítulo 12 de la primera epístola a los Corintios: "Los miembros del cuerpo que nos parecen más flacos, son los más necesarios y aquellos del cuerpo que estimamos ser los menos honorables, los rodeamos de mayor honor y los que en nosotros son indecentes, se los embellece más". Nadie se cubre el rostro, los ojos, la nariz o la boca, porque estos órganos no lo necesitan, siendo ellos los más honorables que poseemos. Pero cubrimos con cuidado los miembros más frágiles, de los cuales nos avergonzamos; aquí es necesario que las manos, los ojos y todo el cuerpo nos ayuden a cubrirlos y a ocultarlos. Del mismo modo debemos recíprocamente cubrir lo deshonroso y defectuoso de nuestro prójimo y con todos los medios que podamos, servir, ayudar y favorecer a su honor, mientras, inversamente, poner obstáculo a todo cuanto pudiera contribuir a su deshonra. Es en particular una excelente y noble virtud poder explicar favorablemente e interpretar de la mejor manera todo cuanto se oye decir del prójimo (exceptuando lo manifiestamente malo) y cada vez que se pueda defenderlo en contra de los hocicos venenosos, siempre prestos a cuanto puedan descubrir y atrapar para reprender al prójimo, dar el comentario peor y falsear el sentido, como hoy en día sucede principalmente con la palabra de Dios y sus predicadores. Por consiguiente, este mandamiento también comprende un gran número de buenas obras que agradan sumamente a Dios y nos traen consigo bienes y bendiciones incontables. ¡Si solamente el mundo ciego y los falsos santos las quisieran reconocer! Nada como la lengua posee el hombre externa e internamente que pueda procurar tanto bien o hacer tanto daño en lo espiritual como en lo mundano, aunque sea el miembro más pequeño y débil del cuerpo humano.