Honra a tu Padre y a tu Madre


EL CUARTO MANDAMIENTO

Hasta ahora hemos aprendido los tres mandamientos que están dirigidos hacia Dios. Primero que nos confiemos en él, temiéndole y amándole de todo corazón durante toda nuestra vida. Segundo, que no abusemos de su nombre santo para mentir o para cualquier acción mala, sino en su alabanza, y para beneficio y salvación del prójimo y de nosotros mismos. Tercero, que en el día de reposo o de fiesta nos preocupemos y practiquemos diligentemente la palabra de Dios, a fin de que todos nuestros actos y nuestra vida se guíen por la misma. A estos mandamientos siguen siete que se refieren a nuestro prójimo. Entre los siete mandamientos es el primero y principal:

Honra a tu padre y a tu madre

Entre todos los estados que a Dios están supeditados, ha recibido especial galardón el estado de padre y madre. Dios no ordena sencillamente que se ame a los padres, sino que se los honre. Respecto a nuestros hermanos, hermanas y a nuestro prójimo en general, no ordena una cosa más alta sino que los amemos. De esta manera, pues, Dios ha separado a los padres y los ha distinguido entre todas las demás personas sobre la tierra y los coloca junto a sí. Porque honrar una cosa es mucho más que amarla, toda vez que el honrar incluye no solamente el amor, sino también una disciplina, la humildad y el temor, como hacia una majestad que se oculta en ellos. Honrar no exige solamente que se les hable de una manera amistosa y con respeto, sino que principalmente se adopte una actitud de conjunto tanto del corazón como del cuerpo, mostrando que se les estima mucho y considerándolos como la más alta autoridad después de Dios. Porque cuando se honra a alguien de corazón, se le debe considerar alto y elevado. Es, pues, preciso inculcar a los jóvenes que deben tener ante sus ojos a los padres en el lugar de Dios y pensar que, por modestos, pobres, débiles y raros que sean, Dios, sin embargo, se los ha dado por padres. Su conducta o sus faltas no los privan de estos honores; porque no hay que atender a las personas como son, sino a la voluntad de Dios que está creando y arreglando todo en esta manera. Si bien para Dios todos somos iguales; no obstante, entre nosotros, las cosas no podrían ser sin tal desigualdad y diferencia de rango. Por eso, Dios ha ordenado que se respeten tales diferencias; que tú seas obediente hacia mí, si soy tu padre y que yo tenga la autoridad.

Conviene, por consiguiente, saber en primer lugar en qué consiste la honra hacia los padres, según lo ordena el presente mandamiento. Se considerará a los padres ante todo en forma excelente y digna, como el mayor tesoro sobre la tierra. Luego a los padres se les hablará en forma disciplinada, sin irritación ni terquedad, sin pedir explicaciones, sin malos modos; sino al contrario, callando y concediéndoles la razón, aunque se extralimiten. Después se los honrará con obras, esto es, con el cuerpo y bienes materiales, sirviéndoles, ayudándoles y cuidándolos cuando sean ya ancianos, se encuentren enfermos, débiles o pobres. Y no es suficiente hacerlo todo con gusto, sino al mismo tiempo con humildad y respeto, como si se hiciese en presencia de Dios mismo. El hijo que sabe cómo ha de tenerlos en su corazón, no consentirá que sufran penurias o hambre, antes bien los pondrá por encima de sí mismo y junto a sí, compartiendo con ellos lo que posee y cuanto puede dar.

Mira y advierte, en segundo lugar, cuan grande bien y qué obra tan santa se propone aquí a los hijos, que desgraciadamente se desprecia mucho y se echa al viento, y nadie capta que Dios ha mandado estas cosas y que son una palabra y doctrina divinas y santas. De haberlo considerado así, pudiera haber deducido cualquiera que quienes vivieran conforme a este mandamiento habrían de ser santos y no se habría necesitado la vida monacal o los estados religiosos. Cada hijo se habría atenido a este mandamiento y podría haber dirigido su conciencia hacia Dios diciendo: "Si es preciso que haga obras buenas y santas, no conozco ninguna mejor que el honrar y el obedecer a mis padres, porque Dios mismo lo ha ordenado. Pues lo que Dios ha ordenado debe ser mayor y más digno que todo lo que nosotros mismos podamos imaginar. Y no pudiendo encontrar ni mejor ni mayor maestro que Dios, tampoco habrá mejor doctrina que la que él da. Ahora bien, Dios enseña abundantemente lo que debe hacerse para realizar obras honradas y buenas y en el hecho de que las ordena demuestra que .se complace en ellas. Pero, si es Dios el que lo prescribe y si no puede presentar nada mejor, entonces yo no lo podré hacer mejor."

Mira, de este modo se hubiera podido instruir bien a un hijo piadoso, educado para la salvación y reteniéndolo en el hogar, obediente y servicial a sus padres, se habría visto en ello bien y alegría. Sin embargo, no se vio la necesidad de dar valor al mandamiento divino, sino que se le descuidó, pasando rápidamente sobre él, de modo que no había hijo capaz de reflexionar sobre el mismo; mientras tanto se ha admirado lo que nosotros mismos hemos instituido, sin haber pedido de ningún modo consejo de Dios sobre ello.

Es preciso, pues, en nombre de Dios, que aprendamos la necesidad de que los jóvenes aparten sus ojos de todo lo demás, para poner la mira ante todo en este mandamiento. Si quieren servir a Dios con obras verdaderamente buenas, que hagan lo que a sus padres o quienes los representan sea agradable. El hijo que así lo entienda y practique, tendrá primeramente gran consuelo en su corazón de que pueda decir alegremente y ensalzarse (en contra y a pesar de todos los que hacen uso de aquellas obras que ellos mismos han escogido) diciendo: "Mira, esta obra le agrada a mi Dios que está en el cielo; yo lo sé en verdad". Deja que avancen y se glorifiquen todos en conjunto de sus obras numerosas, grandes, penosas, difíciles. Ya veremos si han logrado realizar obra mayor y más digna que la obediencia a los padres, que Dios ha impuesto y promulgado junto a la que él exige que se tenga para con su divina majestad. Por consiguiente, si la palabra de Dios y su voluntad se cumplen y son ejecutadas, nada debe tener más valor después que la palabra y voluntad paternales. No obstante, esta obediencia está supeditada a la debida a Dios y de ningún modo contradecirá a los tres primeros mandamientos.

Aquí debes alegrarte de corazón y mostrar gratitud a Dios por haberte escogido y hecho digno de realizar una obra de tal modo inapreciable y agradable a sus ojos. Considérala como obra grande y valiosa (aunque sea estimada como la menor y la más despreciable de todas), mas no por nuestra dignidad, sino porque cabe dentro del tesoro y santuario, a saber la palabra y el mandamiento de Dios de los cuales deriva su vigor. ¡Oh, cuánto darían los cartujos, los monjes y las monjas, si con toda su vida espiritual pudieran presentarse delante de Dios mostrando una sola obra buena hecha conforme al mandamiento divino y si pudieran exclamar con corazón alegre ante sus ojos: "Yo sé ahora que te complaces en esta obra"! ¿Qué harán estos pobres y miserables el día que ante Dios y el mundo entero hayan de sonrojarse avergonzados por un niño que haya vivido según el cuarto mandamiento y confesar que ellos, con toda su vida, no han sido dignos de mirar a ese niño a la cara? Pero, se lo tienen bien merecido, pues han trastornado las cosas diabólicamente y han pisoteado así el mandamiento divino, teniéndose que martirizar vanamente con obras que ellos mismos inventaron para obtener, además, burlas y perjuicios como recompensa.

El corazón debería brincar y rebosar de alegría cuando fuera al trabajo e hiciera lo que Dios le hubiera ordenado, pudiendo decir luego: "Esto es preferible a toda la santidad de los cartujos, aunque quienes la practiquen se maten ayunando y sin cesar recen de rodillas". Aquí tienes tú un texto cierto y un testimonio divino de que él ha ordenado esto, pero ninguna palabra ha prescrito aquello [aquella vida]. Pero, la desgracia y lamentable ceguedad del mundo es que nadie quiere creer tal cosa. Así nos ha embaucado el demonio con la falsa santidad y la apariencia que tienen las propias obras. Por esta razón, repito, desearía que anduviésemos más alerta, tomando con todo corazón esto, a fin de que un día no seamos arrastrados de nuevo de la pura palabra de Dios a las mentiras del diablo. Resultaría seguramente que también los padres tendrían en el hogar más alegría, amor, amistad y concordia y los hijos podrían ganar todo el corazón de sus padres. Pero si en lugar de eso los hijos son tercos, no hacen lo que deben, a menos que se les obligue a ello con la vara, irritarán a Dios y a los padres y, con esto, perderán a la vez tal tesoro y tal alegría de su propia conciencia y no reunirán más que desdichas. Así ocurre ahora en el mundo, que cada uno se queja de que tanto los jóvenes como los viejos se comporten salvaje y desenfrenadamente, sin temor ni respeto; no hacen nada, si no es a fuerza de golpes y uno a espaldas de los otros se calumnian y se denigran todo lo que pueden, De ahí viene también que Dios castigue, de modo que caigan en toda clase de desgracias y miserias. Los padres mismos en general no saben nada; un tonto educa al otro. Como ellos mismos han vivido, así viven los hijos.

Esto, repito, debe ser la primera y mayor cosa que tenga que impulsarnos a cumplir este mandamiento. Por lo cual, si no tuviéramos padres, deberíamos desear que Dios nos presentara un trozo de madera o piedras para que lo denomináramos padre y madre. ¿Cuánto mayor debería ser, por tanto, nuestra satisfacción, puesto que nos ha dado padres de carne y hueso a quienes podemos demostrar obediencia y honra? Porque, como sabemos, esto agrada a la divina majestad y a todos los ángeles, mientras que a todos los demonios leí disgusta sobremanera. Además, es la obra más grande que se puede hacer después del culto supremo debido a Dios, comprendido en los mandamientos precedentes, de manera que obras como el dar limosnas y todas las otras semejantes en beneficio del prójimo no se le igualan, Dios mismo ha establecido el estado paternal en un lugar supremo, colocándolo en su representación en la tierra. El hecho de conocer este respecto la voluntad y el agrado divinos, debiera ser motivo y estimulante suficientes para que hiciéramos lo que pudiéramos con voluntad y placer. Por otro lado, estamos obligados también ante el mundo de mostrarnos agradecidos por las bondades y todos los bienes que tenemos de nuestros padres. Pero aquí una vez más impera el diablo en el mundo, de modo que los hijos olvidan a sus padres, así como nosotros todos olvidamos a Dios y nadie piensa que él sea quien nos alimenta, preserva y defiende y nos da tantos y tantos bienes en el cuerpo y en el alma. Es principalmente cuando nos sobreviene una hora mala que nos irritamos y murmuramos impacientes, como si estuviera perdido todo lo bueno que hemos recibido con toda nuestra vida. De la misma forma actuamos también con nuestros padres. No hay hijo capaz de reconocer y recapacitar lo que a sus padres debe, a no ser que le ilumine el Espíritu Santo. Dios conoce bien esta mala naturaleza del mundo, por eso se lo recuerda y lo conduce mediante mandamientos, de modo que todo hijo piense en lo que sus padres han hecho por él. Así descubrirá que ha recibido de ellos el cuerpo y la vida, y, además, que lo alimentaron y educaron también; que de no haberlo hecho de este modo el hijo hubiera perecido cien veces en su propia miseria. Por tal motivo decían bien y con razón los sabios de la antigüedad: "Deo, parentibus et magistris non potest satis gratiae rependi", lo cual significa: "Nunca podrá agradecerse y recompensar suficientemente a Dios, a los padres y a los maestros". Todo aquel que considere esto y reflexione, honrará sin que se lo obligue a sus padres y los llevará en palmitas, como siendo por ellos que le ha otorgado Dios todos los beneficios.

Aparte de todo esto, debe existir un motivo grande para estimularnos aun más, es decir, que Dios ha unido a este mandamiento una dulce promesa y dice: ''Con el fin de que tú tengas una larga vida en la tierra donde habitas". Tú mismo ves qué importancia grande Dios da a este mandamiento; porque no expresa Dios solamente que esto le agrada y que en ello tiene alegría y placer, sino también que para nosotros las cosas deben tornarse favorables y desarrollarse para lo« mejor, de tal manera que podamos llevar una vida pacífica y dulce, rodeada de toda clase de bienes. Por eso, el apóstol Pablo en el capítulo 6 de la epístola a los Efesios, pone mucho de relieve y ensalza esto cuando dice: "Este es el primer mandamiento que tiene una promesa para que goces de bienestar y vivas largos años sobre la tierra". En efecto, aunque los otros mandamientos tienen contenida también su promesa, en ningún otro está puesta de un modo tan claro y expreso.

Ahí tienes tú ahora el fruto y la recompensa: el que lo cumple, deberá tener días dichosos, felicidad y bienestar. Por lo contrario, quien es desobediente tendrá castigo, perecerá más pronto y vivirá sin alegrías. La Escritura entiende por "tener una larga vida", no sólo alcanzar una edad avanzada, sino también tener todo lo que a una larga vida corresponde, como ser: salud, mujer e hijos, alimento, paz, buen gobierno, etc., en fin, cosas sin las cuales ni es posible disfrutar alegremente de la vida ni subsistir a la larga. ¿No quieres obedecer a tus padres ni dejar que te eduquen?, entonces, obedece al verdugo. Y si no obedeces a éste, tendrás que acatar al que te hará salir con los pies para adelante, es decir, la muerte. En resumen, pues, esto es lo que Dios quiere tener: o bien le obedeces, amas y sirves y te lo recompensará generosamente con toda clase de bienes; o bien, provocas su ira y entonces te enviará la muerte y el verdugo. Si no es por culpa de la desobediencia y de la resistencia a la educación Con bondad, ¿cómo se explica el sinnúmero de malvados que diariamente tienen que acabar en la horca, bajo el hacha o el potro? Son ellos mismos quienes, al atraerse el castigo de Dios, llegan a tal fin que le ve su desdicha y su dolor. Estas personas depravadas mueren rara vez de muerte natural o cuando viene su hora. Los piadosos y obedientes, sin embargo, tienen la bendición de que viven muchos años en toda paz, y les es dado (como le ha dicho antes) ver hasta la tercera y cuarta generación. Enseña la experiencia que donde hay familias antiguas y distinguidas que están en la abundancia y cuentan con numerosos hijos, proceden de quienes, en su tiempo, fueron debidamente educados y siempre tienen a sus padres como ejemplo. Por lo contrario, dice el Salmo 109 acerca de los impíos: "Sus descendientes deben ser exterminados y su nombre debe sucumbir en una generación". Ten siempre en cuenta la gran importancia que Dios da a la obediencia, a la cual ha colocado en lugar alto; tiene el mismo en ella gran placer y la recompensa abundantemente y, además, castiga tan severamente a los que hacen lo contrario. Digo todo esto a fin de que sea inculcado a la juventud, pues nadie cree en la necesidad de este mandamiento y tampoco fue estimado ni enseñado mientras estábamos bajo el papado. Como se trata de palabras sencillas, cada cual piensa entender bien su sentido y por esto no se tiene singular atención en ellas, sino que se pone la mira en otras cosas. No se advierte, ni se cree tampoco que al pasarlo por alto se provoca la ira de Dios ni que se realiza una obra tan preciosa y agradable cuando se adhiere a este mandamiento.

También comprende el cuarto mandamiento la obediencia en sus diversas clases, que se debe a los superiores que tienen que ordenar y gobernar. De la autoridad de los padres emana y se extiende todas la demás autoridad humana. Si un padre, por ejemplo, se ve inhabilitado de educar por sí solo a su hijo, toma un maestro para instruirlo. Si el mismo padre estuviese muy débil, se procura la ayuda de sus amigos y vecinos, y si muere, confía y transmite el gobierno y el poder a otros colocados para este propósito. Asimismo, el padre debe tener autoridad sobre la servidumbre, sirvientes y sirvientas, para el gobierno de la casa. De modo que todos los llamados "señores" representan a los padres de los cuales deben recibir la fuerza y el poder de gobernar. Por eso, según la Escritura, se denomina "padres" como quienes en su gobierno tienen la función de padre, debiendo tener también un corazón paternal hacia los suyos. De igual modo, los romanos y otros pueblos solían llamar a los "señores" y "señoras" de la casa patres et matres familias o sea: "padres y madres de la casa". De aquí que a los príncipes y gobernadores se les llamara también Patres patriae, que significa: "padres de todo el país", para vergüenza de los que queremos ser cristianos, pues nosotros no les damos talas nombres a las autoridades o ni siquiera las estimamos y honramos corno padres.

Los miembros pertenecientes a la casa deben también a los padres lo mismo que los hijos; es decir, los criados y criadas deberán cuidar de ser no solamente obedientes a sus señores, sino que los honrarán cual si se tratase de sus propios padres y de la misma forma harán todo cuanto saben que de ellos se quiere tener, no por obligación y en contra de su voluntad, sino con placer y alegría, precisamente por el motivo dicho antes, por ser mandamiento de Dios y por ser la obra que a Dios más agrada que todas las demás. Aunque sólo fuera esto, los criados deberían pagar aun a sus amos y estar satisfechos de poder tenerles, de poseer una conciencia feliz y de saber cómo hay que realizar las verdaderas obras de oro que hasta hoy se tenían por insignificantes y despreciables, mientras que cada cual en nombre del diablo se apresuraba a entrar en un convento, a hacer una larga peregrinación o a comprar indulgencias, en perjuicio propio y con mala conciencia.

¡Ah, si se pudiera grabar esto en la mente del pobre pueblo! Una sirvienta brincaría de gozo, alabando y dando gracias a Dios y adquiriría con su labor cuidadosa (por la cual recibe regularmente la comida y el salario) un verdadero tesoro que no tienen todos aquellos a quienes se considera como los mayores santos. ¿No es, acaso, una excelente gloria poder saber y afirmar: "si tú cumples las faenas domésticas diarias, esto vale más que la santidad y la vida austera de todos los monjes"? Además, tienes la promesa de que todo te debe resultar con éxito y para tu bienestar. ¿Cómo podrías hallarte más apto para la salvación y vivir más santamente en lo que de las obras depende? Porque propiamente la fe santifica ante Dios y la fe sirve sólo a Dios, mientras que las obras están al servicio de los hombres. Por consiguiente, tienes toda clase de bienes, protección y defensa bajo el Señor, una conciencia alegre y además un Dios misericordioso que te lo recompensará centúplicamente, y si eres piadoso y obediente, puedes considerarte como un hidalgo. Pero, en caso contrario, no tienes primeramente más que la ira y la inclemencia de Dios, ninguna paz en tu corazón y luego, todas las calamidades y desgracias. A quien no conmuevan y vuelvan piadoso las razones expuestas, tendremos que encomendarlo al verdugo y al que hace salir con los pies para adelante. Por eso, piense todo aquél que se quiere dejar instruir que Dios no es una broma. Debes saber que Dios habla contigo y exige obediencia. Si tú le obedeces, entonces eres el hijo amado. Pero, si tú desprecias estas cosas, entonces recibes como recompensa la deshonra, la miseria y el dolor.

Lo mismo hay que decir respecto a la obediencia que se debe a la autoridad secular, la cual (como se dijo) está toda comprendida dentro del estado de paternidad y se extiende extremadamente lejos. Porque aquí no se trata de un padre en particular, sino de un padre que se multiplica en relación con el número de habitantes, ciudadanos o súbditos del país entero. Pues Dios, mediante ella, como mediante nuestros padres nos da y nos conserva nuestro alimento, nuestro hogar, nuestra hacienda y la protección y la seguridad. Es por el hecho de que la autoridad secular lleva nombre y títulos tales, como su más preciada loa con todos los honores, que estamos también obligados a honrarla y a estimarla en grado sumo, como si fuera el mayor tesoro y más preciosa joya en este mundo.

Quien aquí se muestra presto y servicial y hace con gusto todo lo que concierne al honor, sabe lo que agrada a Dios y que la alegría y felicidad serán su recompensa. Pero, si no quiere hacerlo con amor, sino despreciar y oponerse o hacer ruido, que sepa también, por lo contrario, que no tendrá gracia ni bendición divinas. El que piensa con ello ganar una onza, debe saber que luego perderá diez veces más por otro lado, o acabará en manos del verdugo o morirá en la guerra, o en una peste, o por la inflación, o no verá nada bueno en sus hijos o tendrá que sufrir perjuicios, injusticias y violencias por parte de sus propios criados, de sus vecinos, de extraños y de tiranos, de manera que nos sea pagado lo que merecemos y que nos llegue lo que buscamos.

Si a lo menos prestásemos oídos una vez siquiera cuando se nos afirma que aquellas obras complacen a Dios y logran rica recompensa, entonces estaríamos en la opulencia y tendríamos lo que nuestro corazón desea. Sin embargo, dado que se desprecian la palabra y el mandamiento de Dios, como si hablase un charlatán cualquiera, veamos si eres el hombre capaz de hacerle frente. ¿Qué difícil le sería a Dios recompensarte? Por eso, es preferible que vivas con la benevolencia de Dios, la paz y la felicidad, a estar expuesto a la inclemencia y a la desdicha. ¿Por qué, crees tú, que el mundo actualmente está lleno de deslealtad, vergüenzas, miserias y crímenes, si no es porque cada cual quiere ser su propio señor, libre de toda autoridad, sin cuidarse poco ni mucho de los demás, y hacer lo que le plazca? De ahí viene que Dios castigue a un perverso por medio de otro. O sea, engañas o menosprecias a tu señor, vendrá otro que hará lo o contigo, de modo que tengas que sufrir diez veces más en tu o hogar, acaso por parte de tu mujer, tus hijos y tus criados. Sentirnos bien nuestra desdicha y murmuramos y nos quejamos contra la infidelidad, la agresión y la injusticia, pero no queremos ver que nosotros mismos somos unos perversos, que tenemos bien merecido el castigo sin que por él nos hayamos corregido de ninguna manera. No queremos aceptar la gracia, ni la dicha y de aquí proviene que no tengamos sino una desgracia tras otra como nos corresponde sin ninguna misericordia. Debe existir en alguna parte en el mundo gente piadosa, ya que Dios nos deja tantos bienes. Que si de nosotros dependiera, no deberíamos tener ningún céntimo en nuestra casa, ni una brizna de paja en el campo. He tenido que exponer ampliamente todo esto para que alguna vez alguien lo tome de corazón y para que seamos liberados de la ceguedad y las calamidades en que nos vemos profundamente sumidos y reconozcamos verdaderamente la palabra y la voluntad de Dios y las aceptemos con seriedad. Porque de eso aprenderíamos cómo podríamos tener bastante alegría, dicha y salvación ahora y para siempre.

Tres clases de padres hemos presentado en este mandamiento: los que son por la sangre, los que son en el hogar y los que son en el país. Hay, además, padres espirituales, pero no lo son los que tuvimos bajo el papado, es decir, aquellos que se hacían llamar así, aunque jamás cumplieron la función paternal. Padres espirituales pueden denominarse únicamente aquellos que, mediante la palabra de Dios, nos dirigen y gobiernan. En este sentido se glorifica el apóstol Pablo de ser un padre y dice: (en el capítulo 4 de la primera epístola a los Corintios) "Yo os engendré en Cristo Jesús por el Evangelio". Puesto que son padres, merecen que se les honre también y aún antes que a todos los otros. No obstante, esto es lo que menos se practica. En efecto, el mundo los honra de tal manera que los expulsa del país y les niega hasta un trozo de pan. En resumen, deben ser, como el apóstol Pablo dice, "la escoria del mundo y el desecho de todos". Por tanto, es necesario inculcar al pueblo que los que quieren ser llamados cristianos, tienen el deber frente a Dios de estimar dignos de un doble honor a los que cuidan de sus almas, a obrar bien con ellos y a mantenerlos. Dios te dará también lo suficiente para ello y para que no pases necesidad. Pero el hecho es que todo el mundo se opone y se resiste, pues todos temen no poder satisfacer su estómago. Hoy mismo no son capaces de mantener un verdadero predicador, mientras que antes hartábamos diez vientres bien nutridos. Por ello, tenemos bien merecido que Dios nos prive de su palabra y de su bendición y consienta que vuelvan los predicadores de la mentira" que nos conducen al diablo y absorben además nuestro sudor y nuestra sangre.

Empero los que tienen delante de sus ojos el mandamiento y la voluntad de Dios, poseen la promesa de que les será recompensado en abundancia todo cuanto hagan en honor de los padres tanto carnales como espirituales. No ha prometido que deban tener pan, vestidos o dinero durante uno o dos años, sino que tendrán una larga vida, alimento y paz, debiendo ser eternamente ricos y salvos. Por lo tanto, cumple sólo tu deber y deja que Dios se cuide de alimentarte y de aprovisionarte con suficiencia. Él lo ha prometido y hasta ahora nunca ha mentido; tampoco te mentirá a ti. Esto debiera estimularnos y hacer un corazón capaz de fundirse en placer y amor frente a aquellos que tenemos el deber de honrar, de modo que, elevadas las manos, tendríamos que dar gracias a Dios con gozo por habernos hecho tales promesas, según las cuales deberíamos recorrer hasta el fin del mundo. En efecto, aunque todo el mundo se uniera, no podría agregar una pequeña hora de vida, ni hacer salir un grano de la tierra. Dios, sin embargo, puede y quiere darte con abundancia todo según el deseo de tu corazón. Quien menosprecie tales cosas y las arroje al viento, no es digno de escuchar una palabra de Dios.

Esto se ha dicho con abundancia a todos los que están sometidos a este mandamiento. También convendría predicar a los padres o a quienes desempeñan la función de ellos, sobre cómo deben comportarse con aquellos quienes se les han encomendado. Si bien estas cosas no figuran expresamente en los Diez Mandamientos, están ordenadas abundantemente en muchos lugares de la Escritura. Dios quiere que estén incluidas precisamente en este mandamiento, cuando nombra al padre y a la madre, es decir, Dios no quiere que personas perversas o tiranos tengan esta función y este gobierno. Dios no les concede el honor, esto es, el poder y derecho de gobernar, para que se hagan adorar, sino para que sean conscientes de que ellos mismos están bajo la obediencia a Dios y que ante todo están obligados a ejercer sus funciones cordial y fielmente. No basta sólo con que procuren a sus hijos, criados o súbditos, alimentos y demás necesidades corporales, sino que sobre todo habrán de educarlos para alabanza y gloria de Dios. Por eso, no pienses que semejantes cosas dependan de tu gusto y de tu propio arbitrio, sino que es Dios quien las ha ordenado estrictamente e impuesto, delante del cual deberás dar cuenta por ello.

Repito que la desoladora calamidades que nadie entiende ni respeta estas cosas, sino que obran como si Dios nos hubiera dado los hijos para nuestro placer y diversión; los criados, como si fueran una vaca o un asno, solamente para utilizarlos para el trabajo o para vivir con los subordinados según nuestro capricho. Los dejamos ir como si no nos incumbiera lo que aprenden o cómo viven. Nadie quiere ver que es una orden de la alta majestad, quien severamente exigirá estas cosas y castigará a los que desobedecen. Del mismo se comprende cuan necesario es dedicarse a la juventud con toda seriedad. Pues si queremos tener gente capaz para el gobierno secular y espiritual, será preciso verdaderamente que no economicemos empeño, fatigas y gastos con nuestros hijos para instruirles y educarles para que puedan servir a Dios y al mundo y no pensar únicamente cómo proporcionarles dinero y bienes, pues Dios ya los alimentará y enriquecerá sin nosotros, como lo hace diariamente. Dios nos ha concedido y encomendado los hijos para que los eduquemos y gobernemos según su voluntad; de lo contrario, Dios no necesitaría de ningún modo de los padres. Por eso, sepa cada cual que su obligación es —so pena de perder la gracia de Dios— educar a sus hijos ante todas las cosas en el temor y conocimiento de Dios. Y si los hijos fueran aptos, les hará que aprendan y estudien también a fin de que se les pueda utilizar donde sea necesario.

Si se hicieran tales cosas, Dios nos bendecirá en abundancia y donará su gracia, de modo que sea posible educar hombres, de los cuales podrían tener provecho el país y sus habitantes y, además, ciudadanos probos y pulcros, mujeres honestas y caseras que podrían educar piadosamente en el futuro a sus hijos y criados. Tú mismo piensa si no estás cometiendo acaso un gravísimo perjuicio con tu negligencia y si no es culpa tuya que tu hijo no reciba una educación provechosa y conveniente para su salvación. Por otro lado, estás atrayendo sobre ti el pecado y la ira, mereciendo a causa de tus propios hijos el infierno, aunque fuera de ello seas piadoso y santo. Dios castiga también al mundo, porque se desprecian tales cosas de un modo tan espantoso que ya no hay disciplina, ni gobierno, ni paz. Todos nos quejamos de esto también, pero no vemos que es culpa nuestra. Porque, en efecto, como los educamos tendremos luego súbditos depravados y desobedientes. Que esto baste como amonestación, pues desarrollar este tema con más extensión pertenece a otra ocasión.